Marcos 5: 25 – 34
“Pero una mujer que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre, y había sufrido mucho de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado, antes le iba peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la multitud, y tocó su manto. Porque decía: Si tocare tan solamente su manto, seré salva. Y en seguida la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote. Luego Jesús, conociendo en sí mismo el poder que había salido de él, volviéndose a la multitud, dijo: ¿Quién ha tocado mis vestidos? Sus discípulos le dijeron: Ves que la multitud te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado? Pero él miraba alrededor para ver quién había hecho esto. Entonces la mujer, temiendo y temblando, sabiendo lo que en ella había sido hecho, vino y se postró delante de él, y le dijo toda la verdad. Y él le dijo: Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote.”
Lo que maravilla de esta historia es la fe de esta mujer. Es esa fe del tamaño de una semilla de mostaza, capaz de producir milagros, capaz de hacer posible lo imposible. Es una fe que ridiculiza las leyes físicas y deja atónitos a los médicos; la fe que siendo pronunciada deja de ser un anhelo para convertirse en una realidad.
¡Yo quiero esa fe! Y no la tibia, la que sólo me alcanza los domingos y es compatible con la razón. No la fe tan pequeña que deja lugar a la desesperación, la preocupación y la ansiedad frente a las circunstancias que me rodean. O la cómoda, que no quiere ser desafiada con dificultades.
Pero la fe de esta mujer ha sido forjada lenta y trabajosamente a través de barreras en su vida: sufrió durante 12 largos años un “azote”, un flujo de sangre que debe haberle sacado sus fuerzas, sus ganas de vivir. Habrá experimentado la desesperanza de haber pasado de médico en médico sin un resultado que la saque de esa agonía y el desaliento que conlleva el ver que cada vez estaba peor a pesar de los esfuerzos y los tratamientos; y el encontrarse empobrecida por los gastos que esto representaba.
Éstas y seguramente algunas barreras más son las que sorteó esta mujer cuando aseguró: “si tan sólo tocase su manto…”
¿Cuáles son las barreras que hay en mi vida? ¿Cuál es el tope que pongo a mi fe?
Ella se levantó en su agonía y declaró su fe. Se abrió lugar entre la multitud, quizás se arrastró y nada le importó. Superó las barreras… se esforzó.
Pensamos que la fe milagrosa, de esa que nos habla la Palabra descenderá sobre nosotros de manera mágica y no nos esforzamos en alanzarla. Esperamos pasivamente sin alimentarnos, sin superar las barreras en nuestra vida. Reclamamos promesas sin escuchar lo que nos toca de nuestra parte.
Pero el Señor nos dice y nos repite:
“Esfuérzate y sé valiente (…) Solamente esfuérzate y sé muy valiente. (…) Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas.” (Josué 1: 6 -9)
¿Me cuesta leer la Palabra?: ESFUÉRZATE.
¿Me cuesta separar un tiempo de oración? ESFUÉRZATE.
¿No puedo salir del desaliento? ESFUÉRZATE.
¿No logro testificar, no me animo a hablar en mi familia, con mis amigos, en mi trabajo? ESFUÉRZATE.
¿No quiero comprometerme en un ministerio? ESFUÉRZATE.
Esfuérzate si quieres ver lo sobrenatural, si quieres maravillarte de la grandeza y el poder de Dios. Esfuérzate!
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