Los seis jóvenes subieron al auto, alegres, despreocupados,
chispeantes, divertidos. Eran tres parejas de novios que celebraban su
graduación.
Subieron al auto y emprendieron una loca carrera por los caminos
del sur de Francia. Pero había demasiado alcohol en el cerebro del
conductor.
En una curva del camino el auto se salió de la vía. Cayó en una
acequia de tres metros de profundidad que estaba llena de agua. El auto
quedó encajonado en la acequia y les fue imposible abrir las puertas.
El agua comenzó a subir, y lentamente los cubrió a todos. Esos últimos
momentos fueron de horror. Los golpes sufridos por el accidente, junto
con la asfixia, cobraron seis vidas jóvenes al mismo tiempo.
Los titulares de los periódicos anunciaron: «Un auto lleno de
jóvenes cae en una acequia y se hunde en el agua. Fue imposible para
los jóvenes abrir las puertas.»
¿A qué podemos atribuir estas muertes? ¿A la insensatez juvenil?
¿A la necedad de manejar a ciento sesenta kilómetros por hora en
estado de embriaguez? ¿A la fatalidad cruel y despiadada? ¿Al castigo
de Dios? Muchas conjeturas se pueden hacer sin llegar a nada, pero una
cosa sí es cierta. La muerte de esos seis jóvenes, tres parejas
brillantes, simboliza la sociedad actual, que se halla encajonada como
el auto en la acequia.
Podemos usar varias metáforas para describir la situación de
nuestra sociedad. Podemos hablar de un «callejón sin salida», o de una
«vía muerta» o de un «torrente irreversible». Pero siempre estaremos
describiendo la misma situación: una sociedad rumbo a la destrucción
inexorable. La destrucción de la familia es la prueba más evidente de
ello.
¿Qué podemos hacer? El primero de los doce pasos del grupo
«Alcohólicos Anónimos» dice: «Reconocemos que somos incapaces de vencer
nuestro alcoholismo.» Mientras nos creemos capaces de resolver solos
nuestros fracasos, nunca saldremos del infortunio. El segundo de los
pasos dice así: «Sólo un poder superior al nuestro podrá cambiar
nuestra condición.»
Esa condición que nos tiene dominados es el pecado que reina en
nuestro corazón. Y el poder que puede rescatarnos es el poder de
Jesucristo, el Hijo de Dios. San Pablo lo expresó de esta manera: «A la
verdad, no me avergüenzo del Evangelio, pues es poder de Dios para la
salvación de todos los que creen» (Romanos 1:16). La única solución
para la sociedad actual y para cada uno de nosotros es reconocer
nuestra condición y luego aceptar el amor de Cristo. Gracias a Dios, es
una solución que está al alcance de todos.
Hermano Pablo
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