“Cambia la tempestad en sosiego y se apaciguan sus olas. Luego se alegran, porque se apaciguaron, y así los guía al puerto que deseaban” (Salmo 107:29-30).
Aunque los desdichados discípulos eran navegantes experimentados y habían afrontado numerosas tempestades, ahora estaban terriblemente asustados. Aterrorizados, acudieron rápidamente a su Maestro. ¿Dónde más podían ir? Que Jesús estuviera tan cerca era algo bueno. Sus gritos y súplicas lo despertaron: “¡Señor, sálvanos!”.
Si quiere aprender a orar, póngase en peligro. Cuando sienta que su vida está en juego, correrá a Cristo, el único que puede ayudar en tiempos de necesidad. Los discípulos nunca antes habían orado así. La suya era una oración viva: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”.
Habían visto suficientes milagros para saber que Jesús podía dominar cualquier situación. Creían que podía salvarlos y le rogaron que los ayudara. Aunque Cristo vino al mundo como salvador, únicamente podrá salvar a los que acudan a él. Si, por fe, usted pide la salvación que solo Cristo da, confiado, podrá acudir a él con sus necesidades cotidianas.
Los discípulos lo llamaron: “¡Señor!”, y luego rogaron: “¡Sálvanos!”. Cristo solo salvará a aquellos que estén dispuestos a reconocerlo como Señor y eso significa obedecerlo. Jesús dijo una vez: “¿Por qué me llamáis: “Señor, Señor”, y no hacéis lo que yo digo?” (Lucas 6:46).
Cuando los discípulos clamaron: “Moriremos”,reconocieron que su situación era desesperada y se dieron por perdidos. Era como si se hubieran sido sentenciados a muerte, por eso clamaron: “Si no nos salvas, moriremos; apiádate de nosotros”.
“Por fiera que sea la tempestad, los que claman a Jesús: “Señor, sálvanos”, hallarán liberación. Su gracia, que reconcilia el alma con Dios, calma la contienda de las pasiones humanas, y en su amor el corazón descansa. “Hace parar la tempestad en sosiego, y se apaciguan sus ondas. Alégrense luego porque se reposarán; y él los guía para el puerto que deseaban” (Sal. 107:29-30)”
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