Cuando se trata de recibir sin tener que dar nada a cambio, nos apuramos a estirar la mano para tomar lo que nos ofrecen, sea un mes gratis de TV satelital, una entrada a algún espectáculo o una muestra de perfume. Nos empujamos entre la posible competencia, no sea que cuando llegue nuestro turno debamos irnos con las manos vacías. En situaciones como estas, parece irracional negarnos, decir “no, gracias” o simplemente ser indiferentes con nuestro benefactor.
En el actual mundo en el que vivimos, estamos acostumbrados a que si nos regalan algo, si no nos cuesta nada, simplemente lo tomamos, ya veremos si lo nec esitamos más adelante, en todo caso siendo que es gratis, lo tomamos sin pensar demasiado, aunque la pieza no parezca muy útil al principio, no desaprovechamos la oportunidad, no se sabe si en el futuro podrá sernos útil, pensamos.
Paradójicamente, con la gracia de Dios sucede lo contrario. Cuanto menos interés hay de parte del dador por sacar su propio rédito, más desconfiamos, cuanto más prima nuestro bienestar, comenzamos a sentirnos invadidos y preferimos rechazar la oferta antes de ver cercenada nuestra libertad. Más vale seguir cargando con lo que nos agobia a recibir algo que pueda llegar a comprometernos de alguna manera.
El regalo por excelencia, inmerecido, totalmente gratuito y pagado con la sangre de Cristo para ser concedido a quien cree que lo necesita, se vuelve muchas veces algo que no nos animamos a recibir. Miramos con desconfianza, nos preguntamos qué habrá de oculto y preferimos seguir nuestra marcha arrastrando como podamos nuestra carga, pero siempre dueños de nuestra propia vida y su aparente libertad.
Si es gratis y Dios no se cansa de ofrecerla, seguramente podremos solicitarla en otra oportunidad, pensamos, y seguimos adelante.
La maravillosa y multiforme gracia de Dios es algo que, racionalmente como hombres, nunca llegaremos a comprender de manera plena y profunda. Nos halaga y nos incomoda al mismo tiempo, la deseamos pero nos resistimos a tomarla, la envidiamos en otros porque no logramos comprenderla en todas sus aristas y hasta podemos llegar a considerar a Dios injusto por repartirla bajo las mismas condiciones a todo el mundo. A veces intentamos ganarla, hacer algo para merecerla, nos cuesta aceptar que no dependa de nosotros ni de nuestros méritos.
Si bien es gratis y no podemos hacer nada para comprarla, para recibir el hermoso regalo de la gracia de Dios hay algo que no podemos eludir: debemos ser conscientes de que la necesitamos y debemos desear obtene rla. Está allí disponible, Dios la ha provisto sin limitaciones, pero como todas las cosas, no puede ser dada a quien no está dispuesto a recibirla.
Estirar nuestros brazos espirituales para aceptarla, implica reconocer que tenemos un problema y que Dios ha provisto solución a ese problema. Implica estar dispuestos a mirar el problema de nuestro interior, lo negro de nuestra miseria y reconocer que necesitamos la solución que nos ofrece la misericordia divina.
La gracia está siendo derramada a diario, Dios la derrama hoy y lo seguirá haciendo aún por un tiempo, ignorar al dador de la gracia, porque de todos modos podremos reclamarla mañana no debería llevarnos a posponer nuestra decisión. Más bien deberíamos preguntarnos: ¿Qué cambiará mañana que estaré dispuesto a recibirla? ¿Por qué no hacerlo hoy? ¿Qué me detiene?
La gracia de Dios no solo provee solución a una vida sin sentido, sino que da acceso al Padre, vida eterna, perdón y una nueva razón para vivir. Cambia nuestras prioridades, abre nuestros ojos, nos llena de paz y esperanza, y nos permite gozar de la vida abundante que Dios ha prometido para quienes en Él creen.
Si aún no has experimentado la gracia de Dios en tu vida, ¡disponte a aceptarla! No debes pelear por ella, no debes ser mejor persona para poder recibirla, está allí al alcance de tu mano, sólo debes creer que Cristo la compró para ti en la cruz del calvario.
Equipo de colaboradores del Portal de la Iglesia Latina
www.iglesialatina.org
EricaE
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