La oportunidad se presentó en bandeja. Un millón ochocientos cincuenta mil dólares no son un bocado despreciable, sobre todo si es fácil apoderarse de ellos y los riesgos son mínimos. La tentación era demasiado grande.
Así que Jorge Manuel Bosque, joven empleado del Banco de Reserva de San Francisco, California, tomó el dinero y se apoderó de él. Debía llevarlo del aeropuerto al banco. Pero Jorge Manuel desapareció por completo, y con él, el dinero. Lo arrestaron quince meses más tarde cuando le quedaban sólo cien dólares. Había derrochado todo el dinero robado: un millón ochocientos cincuenta mil dólares. Estuvo preso seis años.
A los once años de haber perpetrado aquel robo, Jorge Manuel murió en un hotel de San Francisco, víctima de una sobredosis de droga.
Al margen de la manera delictiva en que obtuvo el dinero, este hombre es un ejemplo de lo fácil que es derrochar todo lo que se tiene. Se apoderó de casi dos millones de dólares. Durante quince meses hizo las compras más absurdas. Tiró el dinero por todos lados. Realizó paseos y fiestas extravagantes.
Cuando salió de la cárcel, derrochó todo lo que le quedaba: su salud, su mente y el resto del dinero con el que comenzó su nueva vida. Cayó en el pozo de la decadencia y se entregó a las drogas. Y las drogas acabaron con su vida. Lo hallaron muerto en su habitación en un hotel, y nadie se presentó para pedir su cuerpo.
Muchas personas como Jorge Manuel Bosque derrochan todo lo que tienen, incluso pertenencias que han obtenido honradamente y que en sí son sanas. Como que no perciben el valor de las cosas. Lo peor de todo es que malgastan los años de vida que Dios les ha concedido.
Tales personas nunca se acuerdan de Dios, y cuando llegan al día final, tratan desesperadamente de encontrarlo. No es sino hasta entonces que caen en la cuenta de que el peor de los derroches es malgastar los años de vida sin tener a Jesucristo, el Hijo de Dios, como su Señor y Salvador.
La vida humana no es muy larga. Sigue su curso, y luego se acaba. Contamos, a lo sumo, con setenta, ochenta o noventa años para realizar todo lo que podamos. Después de eso, toda puerta queda cerrada.
¿Por qué no coronamos hoy mismo a Jesucristo como Rey de nuestra vida? No derrochemos ni un solo día más de nuestra efímera existencia. El tiempo se va, las oportunidades se esfuman, y tan sólo aprovechamos lo que logramos en el presente. Hoy es el día de salvación. Ahora es cuando tenemos que decidir. No dejemos pasar esta ocasión sin entregarnos a Cristo. Este es el momento más importante de nuestra vida.
Hermano Pablo
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