Hace veinte años, yo maté a un hombre. No, no es cierto. Sólo es alegoría. Pero permítame seguir con la figura.
Me descubrieron con el arma en la mano y el cuerpo del delito a mis pies. Como no tenía coartada alguna, me llevaron de inmediato a la cárcel. El juez no tardó en seguir el proceso jurídico, y el jurado me halló culpable.
Ahora tenía que pagar el precio de mi maldad porque fui yo quien cometió el delito. Sólo esperaba la hora de mi ejecución.
El día designado, y a la hora precisa, el carcelero llegó a mi celda, metió la llave en el cerrojo y abrió la puerta. El chillido de hierro contra hierro me hizo sentir aun más terror. Pero sucedió algo extraño.
El carcelero me dijo:
—Señor, usted está libre. Puede irse.
—No juegue con mi vida —le respondí—. Yo sé a qué ha venido.
—Señor —repitió el carcelero—, usted está libre.
Dicho esto, se fue, dejando abierta la puerta de mi celda, así que me asomé a la puerta. El patio de la cárcel estaba vacío. Con cierto temor crucé el patio y me encaminé hacia la calle. Varios oficiales me vieron, pero nadie dijo nada. Recuerdo haber escuchado unos balazos cuando llegué a la calle, pero nadie me detuvo.
Cuando llegué a casa me explicaron que mi defensor había indagado en libros jurídicos antiguos y había descubierto que otra persona podía tomar el lugar del culpable. Así que había hecho correr la noticia, y un joven se había ofrecido para que se le aplicara mi sentencia.
Si bien este relato es alegórico, lo cierto es que ilustra algo que no lo es. Yo, como todo ser humano, soy pecador. Mi pecado merece el infierno. No hay nada que yo pueda hacer para librarme de esa pena. Estoy eternamente condenado, y eso no es alegoría.
Un día Dios, en la persona de Jesucristo, vino al mundo. Aunque Jesús llevó una vida santa, lo acusaron de malhechor y lo condenaron a morir en una cruz. Pero su muerte fue sustitutiva. Él murió en mi lugar, y eso no es alegoría.
«Gracia» es una palabra que no cabe en la mente humana. Quiere decir perdón inmerecido, amor incondicional, salvación sólo por el favor de Dios. El apóstol Pablo explica que Dios ofreció a su Hijo Jesucristo como un sacrificio de expiación que se recibe por la fe en su sangre, y que es por su gracia divina que nos justifica gratuitamente mediante esa redención (Romanos 3:24,25).
Aunque nuestra vida sea un desastre, podemos ser salvos mediante la muerte de Cristo en nuestro lugar. Lo único que tenemos que hacer es rendirnos a sus pies. Él pagó el precio de nuestro pecado. El castigo que era nuestro, Jesús lo tomó. Ahora sólo tenemos que creer en Cristo y recibirlo como Señor y Salvador. Ese es el significado de la cruz del Calvario. No rechacemos el amor de Dios.
Hermano Pablo
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