Es una mano rara. Tiene sólo tres dedos: un pulgar y otros dos. Pero los otros dos no son dedos de la mano. Son dedos del pie del mismo dueño de la mano. Y el dueño de esa mano es el doctor Francisco Bucio, cirujano plástico de Tijuana, México.
Cuando el notorio terremoto del 19 de septiembre de 1985 azotó la ciudad de México, el doctor Bucio, joven entonces de veintisiete años de edad, quedó atrapado por cuatro días enteros con la mano derecha bajo una viga. La única manera de salvarlo fue amputarle cuatro dedos de la mano atrapada.
Tras muchas operaciones, mucha fe, mucha esperanza y horas interminables de agonía y ejercicio, el doctor Bucio, con dos dedos del pie injertados en la mano, volvió a ser el experto cirujano que había sido antes. Sería una mano rara, pero tenía, otra vez, maestría y arte.
He aquí otra de esas historias de increíble y maravillosa recuperación. El doctor Francisco Bucio, después de sufrir lo que normalmente hubiera sido el fin de su carrera, logró regresar a la sala de cirugía a ejercer su profesión igual o mejor —afirman algunos— que antes.
Su mano derecha, la que con maestría sujetaba el bisturí, quedó destrozada, pero no su fe ni su determinación. El doctor Bucio no se dio por vencido. Venció la calamidad que para muchos hubiera sido el fin de su carrera.
¿En qué consisten las derrotas en nuestra vida? No consisten en las tragedias que nos ocurren sino en cómo reaccionamos ante ellas.
Algunos reaccionan sin esperanza alguna, viéndolo todo como el fin de la vida, mientras que para otros las tragedias son un reto que los empuja, más aún, a seguir luchando. Para éstos últimos, cada derrota termina en éxito, y lo que hubiera sido un total fracaso resulta ser, más bien, una victoria.
Una reacción positiva así la tiene el que sabe que su vida es el producto de designio divino. Quien se ha puesto en manos de Dios y ha hecho de Cristo el Señor de su vida no vive en constante derrota. Aunque esa persona sabe que hay problemas en este mundo, no se permite ser víctima de ellos.
Sometámonos al señorío de Aquel que desea dirigir y ordenar nuestra vida. Él es un amigo fiel. Si se lo permitimos, nos ayudará a realizar el plan que ha trazado para nuestra vida. Digámosle con toda sinceridad: «Entra, Señor, a mi corazón, y sé mi Dios desde hoy en adelante. Yo te rindo mi voluntad. Sé tu mi guía, mi Señor y mi Dios.»
Hermano Pablo.
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