viernes, 20 de febrero de 2009

CAER EN SU PROPIA TRAMPA

Kenneth Sunderland miró satisfecho su sembrado. Todas las plantas estaban fuertes y sanas, y todas lucían al sol sus brillantes hojas. «Tengo que cuidar mis plantas —pensó el hombre—, de modo que ninguna autoridad me las quite.»

Con esa idea, armó una escopeta. La afirmó con palos apuntando a la puerta, y ató un hilo desde el gatillo del arma al dintel de la puerta. Cualquier persona que la abriera accionaría el arma. Pero ocurrió algo insólito.

Sunderland mismo, cultivador de marihuana, al salir un día del recinto, accionó el gatillo. Y sucedió lo inevitable. El hombre tenía sólo treinta y ocho años de edad.

Así como Sunderland, también nosotros tenemos la tendencia a caer en nuestra propia trampa.

Un hombre le encargó a su yerno, un constructor, que le hiciera una casa. El yerno la hizo con los peores materiales posibles, estafando así a su suegro. Puso los más ordinarios cables y tubos y madera y pinturas.

Cuando se la presentó a su suegro, éste le dijo: «Hijo, la casa es tuya. Te la hice construir para que vivas en ella con mi hija y los chicos.» El hombre se había engañado a sí mismo, y tuvo que vivir en la miserable casa que él mismo había construido. Quiso estafar al suegro, y se estafó él mismo.

Es posible mantener el engaño durante un tiempo. Y es posible sacarle algún beneficio, magro y malo beneficio material, aunque para algunos, desgraciadamente, codiciable. Pero no se puede llevar toda una vida mintiendo y engañando y estafando y burlándose de los ingenuos. Dios ha diseñado nuestra vida de tal manera que tarde o temprano cosechamos lo que sembramos. Jesucristo dijo: «Así que todo lo que ustedes han dicho en la oscuridad se dará a conocer a plena luz, y lo que han susurrado a puerta cerrada se proclamará desde las azoteas» (Lucas 12:3).

Donde más se nota esta necia y vana intriga es en lo que creemos estar escondiendo de Dios. Él conoce los secretos más íntimos de nuestro corazón, y Él juzga y condena no sólo en la eternidad sino en esta vida.

Nada mejor que llevar una vida limpia a los ojos de Dios y de los hombres. Más vale que nunca frecuentemos la compañía de los malos, que nunca tomemos parte en ningún delito, que nunca engañemos a nadie, que nunca demos falso testimonio, pase lo que pase. Tarde o temprano, irremisiblemente, sufriremos la paga de nuestro pecado.

Cristo desea ser nuestro Salvador. Es en el compañerismo con Él, siguiendo sus divinas enseñanzas, que nos libramos del engaño. ¿Por qué sufrir consecuencias innecesarias? Entreguémosle nuestra vida a Cristo. Él está dispuesto a cambiarla de una vez y para siempre.

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