jueves, 8 de enero de 2009

CIEGO Y MANEJANDO

El semáforo daba fielmente las señales debidas: luz verde permitiendo el paso, luz amarilla indicando precaución, luz roja demandando alto. Débora Mohr, de treinta y dos años de edad, esperaba la señal. Cuando la luz se puso verde, ella prosiguió a cruzar la calle. Pero Jorge Lizarralde, no viendo la luz roja de su lado, lanzó su vehículo al cruce. En el accidente Débora fue cruelmente atropellada.

¿Qué había pasado? Jorge Lizarralde era lo que llaman «legalmente ciego». Es decir, veía tan poco que las leyes establecían que no tenía derecho a una licencia de manejar, y sin embargo Lizarralde manejaba con licencia auténtica, debidamente autorizada.

Cuando el caso llegó al tribunal, el condado donde ocurrió el accidente condenó al Departamento de Tránsito a pagarle a Débora Mohr cuatro millones de dólares de indemnización. El juez dictaminó que el Departamento de Tránsito era culpable por conferirle a un ciego una licencia de manejar.

Es increíble que un conductor, casi ciego, maneje un automóvil. Y es también increíble que haya podido obtener una licencia de manejar. Pero más increíble aún es pensar que se puede violar la ley sin tener que sufrir las consecuencias.

¿Será posible que el desbarajuste moral, que ha llegado a ser parte de nuestro mundo actual y que es un atropello en masa de nuestra sociedad, sea el resultado de una especie de ceguera universal?

El hecho es que si hay desfalcos, si hay asaltos, si hay borracheras, si hay drogadicciones, si hay infidelidades, si hay homicidios, si hay guerras, es decir, si existen atropellos en nuestro mundo, es porque estamos quebrantando alguna ley. Estamos, con licencia y todo, manejando ciegos, pues nuestra sociedad ya no reconoce la diferencia entre lo bueno y lo malo. ¿Qué calamidad tendrá que sobrevenirnos para que despertemos?

No sigamos quebrantando las leyes morales de Dios. Aunque neguemos la actualidad de esas leyes, los Diez Mandamientos siguen, como siempre, vigentes. El hacer caso omiso de ellos no los anula. Querámoslo o no, esas leyes divinas nos gobiernan. El apóstol Pablo bien lo dijo: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).

¿Qué podemos hacer? Arrepentirnos y someternos al señorío de Cristo. Comencemos elevándole a Dios una oración como la siguiente: «Señor, perdona mi orgullo. Perdona mi rebeldía. De hoy en adelante Tú serás el Señor de mi vida. Me someto a tu divina voluntad.»

Hermano Pablo.

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