El escultor alemán, Dannaker, trabajó por dos años en una estatua de Cristo hasta que le pareció que estaba perfecta. Llamó a una pequeña niña a su estudio, señaló a la estatua y le preguntó:
-¿Quién es ese?
Ella lo miró por un momento, y luego sus ojos se le llenaron de lágrimas mientras cruzaba sus brazos en su pecho y decía:
-Deja a los niños venir a mí. (Marcos 10:14)
En esta ocasión Dannaker supo que había tenido éxito.
Luego, el escultor confesó que durante esos seis años, Cristo se le había revelado en una visión, y su parte fue transferir al mármol lo que él había visto con sus ojos internos.
Más tarde, cuando Napoleón Bona parte le pidió que hiciera una estatua de Venus para el Louvre, Dannaker rehusó.
-Un hombre –dijo él- que ha visto a Cristo nunca puede emplear sus dones en esculpir una diosa pagana. Mi arte es, por tanto, algo consagrado.
El verdadero valor de un trabajo no viene de un esfuerzo, ni por su acabado, sino de Cristo que lo inspira.
Romanos 12:11
Fervientes en espíritu, sirviendo al Señor.
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