domingo, 24 de julio de 2016

UNA VIDA MALGASTADA

La oportunidad se presentó en bandeja. Un millón ochocientos cincuenta mil dólares no son un bocado despreciable, sobre todo si es fácil apoderarse de ellos y los riesgos son mínimos. La tentación era demasiado grande.
Así que Jorge Manuel Bosque, joven empleado del Banco de Reserva de San Francisco, California, tomó el dinero y se apoderó de él. Debía llevarlo del aeropuerto al banco. Pero Jorge Manuel desapareció por completo, y con él, el dinero. Lo arrestaron quince meses más tarde cuando le quedaban sólo cien dólares. Había derrochado todo el dinero robado: un millón ochocientos cincuenta mil dólares. Estuvo preso seis años.
A los once años de haber perpetrado aquel robo, Jorge Manuel murió en un hotel de San Francisco, víctima de una sobredosis de droga.
Al margen de la manera delictiva en que obtuvo el dinero, este hombre es un ejemplo de lo fácil que es derrochar todo lo que se tiene. Se apoderó de casi dos millones de dólares. Durante quince meses hizo las compras más absurdas. Tiró el dinero por todos lados. Realizó paseos y fiestas extravagantes.
Cuando salió de la cárcel, derrochó todo lo que le quedaba: su salud, su mente y el resto del dinero con el que comenzó su nueva vida. Cayó en el pozo de la decadencia y se entregó a las drogas. Y las drogas acabaron con su vida. Lo hallaron muerto en su habitación en un hotel, y nadie se presentó para pedir su cuerpo.
Muchas personas como Jorge Manuel Bosque derrochan todo lo que tienen, incluso pertenencias que han obtenido honradamente y que en sí son sanas. Como que no perciben el valor de las cosas. Lo peor de todo es que malgastan los años de vida que Dios les ha concedido.
Tales personas nunca se acuerdan de Dios, y cuando llegan al día final, tratan desesperadamente de encontrarlo. No es sino hasta entonces que caen en la cuenta de que el peor de los derroches es malgastar los años de vida sin tener a Jesucristo, el Hijo de Dios, como su Señor y Salvador.
La vida humana no es muy larga. Sigue su curso, y luego se acaba. Contamos, a lo sumo, con setenta, ochenta o noventa años para realizar todo lo que podamos. Después de eso, toda puerta queda cerrada.
¿Por qué no coronamos hoy mismo a Jesucristo como Rey de nuestra vida? No derrochemos ni un solo día más de nuestra efímera existencia. El tiempo se va, las oportunidades se esfuman, y tan sólo aprovechamos lo que logramos en el presente. Hoy es el día de salvación. Ahora es cuando tenemos que decidir. No dejemos pasar esta ocasión sin entregarnos a Cristo. Este es el momento más importante de nuestra vida.

Hermano Pablo

VIVIR SIN ALIMENTOS

Padecía de una enfermedad extraña, que tenía un nombre también extraño: Síndrome de Polipéptido Intestinal Vasoactivo. En otras palabras, era alérgico a toda comida. No podía ingerir ninguna clase de alimento. De hacerlo, sufriría terribles calambres y dolores intestinales.
Desde su nacimiento hasta su muerte, lo alimentaron por vía intravenosa. Sin embargo, creció hasta medir dos metros de alto y pesar noventa y cinco kilos. Pero a los veinte años de edad, la vida anormal de Jason White, de Texas, Estados Unidos, hizo crisis. Una mañana el joven amaneció muerto.
Vida extraña la de ese joven. Nunca comió dulces ni chocolates. Nunca ingirió frutas. Nunca probó ninguna carne, ni verduras ni pastas. Nunca se sentó a una mesa llena de sabrosas vituallas. Las delicias de la buena mesa no se habían hecho para él. O quizá él no estaba hecho para ellas. Gozó de muchos placeres en la vida, pero no el de la comida.
Esto mismo les ocurre, aunque en forma diferente, a muchas personas. Académicamente, hay muchos que pasan la vida entera sin alimentar su intelecto con las maravillas de la literatura. A éstos los llamamos analfabetos. Ya sea por injusticia o por desgracia, o simplemente por dejadez, nunca asistieron a una escuela. Y la maravilla y el deleite del lenguaje escrito no los disfrutaron ellos.
Moralmente, hay muchos que pasan la vida entera sin alimentar su alma con algún sentimiento bueno. Nunca beben ni comen de la justicia, de la decencia, de la moralidad, de la vida sana. Pueden comer de todo, pero de un sentimiento noble o de un pensamiento honesto, jamás se alimentan.
Espiritualmente, hay muchos que jamás dan a su corazón la única comida que alimenta el alma: la Palabra de Dios. Pueda que se alimenten de la literatura que circula por todo el mundo. Pueda que beban todas las filosofías inventadas por el hombre. Y pueda que prueben cuanta religión moderna los confronte. Pero nunca leen la Biblia.
Éstos llegarán al fin de su vida ahítos de todo lo comestible que este mundo puede darles, tanto para alimentar el cuerpo como el intelecto. Pero su alma quedará al final anémica, raquítica, en absoluta inopia espiritual. Quedarán muertos, doblemente muertos.
La Biblia es el Libro de Dios para toda la humanidad. Es la única fuente del conocimiento de Cristo, la única que puede dar vida plena. Leamos la Biblia. Ella nos dará la fuerza espiritual sin la cual morirá nuestra alma.

Hermano Pablo

ES SIEMPRE BUENO MIRAR HACIA ATRÁS

El camionero Robin MacAllen de Toronto, Canadá, puso en marcha el motor de su vehículo. El camión estaba cargado con varillas de hierro, y Robin estaba saliendo del corralón de materiales.
Como conocía bien el lugar, Robin casi nunca miraba hacia atrás cuando retrocedía. Siempre suponía que tenía suficiente espacio libre. Pero esta vez, al retroceder, chocó contra otro camión que Robin no había advertido, y ocurrió lo insólito. Una varilla —una sola varilla de la carga— se corrió hacia adelante, traspasó el vidrio trasero de la cabina del camión, entró por la nuca de Robin y salió por la frente.
Increíblemente, el desprevenido camionero no murió. La varilla, de milagro, pasó entre los dos hemisferios de su cerebro, sin causar daño mortal. A Robin lo llevaron de emergencia al hospital, y el comentario sentencioso del cirujano Friedman, que le extrajo la varilla, fue: «Hay veces en la vida en que conviene mirar hacia atrás.»
¡Qué lección tan poderosa la de esta frase del doctor Friedman! Mirar hacia atrás es examinar nuestra vida pasada. Es repasar las experiencias. Es analizar la conducta. Y quien con ojos objetivos mira su vida de ayer y estudia los motivos y las razones por los que hizo lo que hizo, tendrá la madurez necesaria para conducir su vida presente hacia triunfos y victorias.
Es realmente sabio poder prever consecuencias y luego, en todas las decisiones, tener presentes esas consecuencias. Solamente la persona que mira hacia atrás, examinando sus hechos pasados, puede prever consecuencias y ordenar su vida presente con cordura y sensatez.
«Hay veces en la vida en que conviene mirar hacia atrás», le dijo el doctor Friedman a Robin MacAllen. Mejor le hubiera dicho: «Siempre conviene mirar hacia atrás. Siempre conviene aprender del pasado. Siempre conviene medir nuestra conducta conforme a las experiencias vividas. Siempre conviene tener presentes las lecciones que nuestro ayer nos ha dejado.»
Si nuestra vida no ha rendido el fruto que debe, y hemos tenido heridas, frustraciones y malentendidos, es porque toda nuestra vida es un espejo que refleja lo que le hemos dado. La vida nos paga según nuestra inversión en ella. Lo que sembramos es precisamente lo que cosechamos.
Para poder aprender del pasado y del presente, pidámosle a Cristo que sea nuestro Señor. Él quiere ser nuestro Maestro. Abrámosle nuestro corazón.

Hermano Pablo

martes, 19 de julio de 2016

Este domingo tuvimos un culto tremend, bueno todos son tremendos 
porque si tu quieres puedes notar la presencia del Espíritu Santo ;
Solo depende de ti

jueves, 7 de julio de 2016

LA FIERA SIEMPRE SERÁ FIERA

Blanco con algunas rayas negras, elástico, sinuoso e inquieto, era la atracción principal del zoológico. Llevaba el nombre de la ciudad de la India donde había sido cazado, Lucknow. ¿Qué era? Un espléndido tigre blanco.
David Juárez, de cuarenta y cinco años de edad, el encargado de velar por el bienestar del tigre, entró ese día en la jaula para hacer la limpieza. En eso, la fiera, generalmente amistosa, saltó sobre él y lo mató.
El director del zoológico, refiriéndose a la fatalidad, dijo: «A la fiera la podemos sacar de la selva, pero no podemos sacar la selva de la fiera.»
David Juárez no es el primer cuidador de fieras que muere en las garras de alguna de ellas. Es algo que ocurre con cierta frecuencia en zoológicos, parques naturales y circos. La fiera sigue siendo fiera, aun detrás de barrotes de hierro.
Es cierto que no se puede quitar la fiereza que está dentro de los mamíferos carnívoros. Aun el gato doméstico, tan mimoso y dulce, de repente saca las uñas y causa dolorosas heridas. Al perro más fiel puede despertársele el lobo ancestral que tiene adentro, y clavar los colmillos en quien esté más cerca.
Cinco mil años de civilización no han podido sacar del corazón humano la bestia primitiva. Detrás del telón de la religión, la cultura, la educación, las buenas maneras, los trajes bien cortados y las joyas, se esconde el Caín, el Nerón, el Calígula, el Gengis Kan de las antiguas crónicas de la humanidad.
Los filósofos y los moralistas se hacen la pregunta: ¿Por qué será la humanidad así? La razón se asemeja al refrán del director del zoológico: «A la fiera la podemos sacar de la selva, pero no podemos sacar la selva de la fiera.»
Al corazón del hombre, desde que cayó en el jardín del Edén, lo ha dominado la ambición, la codicia, el narcisismo, la envidia y el odio. Recubierto de civilización, bulle todavía dentro de él la fiera que habitó las cavernas. El hombre es un empedernido pecador, y no hay remedio humano para él.
Sin embargo, Jesucristo, el Hijo de Dios, puede quitar de ese hombre el corazón de piedra que tiene adentro y poner en su lugar un corazón de carne. Cristo tiene poder para convertir al pecador en una nueva criatura, pues transforma, regenera, corrige y salva. Sólo tenemos que entregarnos a Dios de todo corazón. Cuando hacemos eso, Él nos convierte en una nueva criatura. Esa trasformación puede ser nuestra. Rindámonos hoy mismo a Cristo.
Hermano Pablo

«NI ARREPENTIMIENTO NI REMORDIMIENTO»

Lentas, solemnes, llenas de unción religiosa, se elevaron las bellas notas del Avemaría. La inmortal melodía de Franz Schubert, bien cantada, brotaba de los labios de Robert Solimine, joven de diecisiete años de edad.
Con los ojos cerrados, aquel joven elevaba su alma a Dios cuando, de repente, la melodía se interrumpió. Una cuerda delgada pero fuerte detuvo el canto. Con esa cuerda James Wanger, otro joven de diecinueve años de edad, estranguló a Robert, extinguiendo su voz junto con el Avemaría. Y sólo porque no podía soportar la oración de Solimine.
He aquí un caso extraño. Robert Solimine, la víctima, era una persona de profunda convicción religiosa. Trataba de hacer ver a sus amigos los resultados destructivos de una vida de drogas y de licor. Un día se le ocurrió cantarles el Avemaría. El resultado fue ira, amenaza y estrangulación.
El juez le dijo a James Wanger, el asesino: «No puedo ver lo que hay dentro de ti; pero sí veo que no hay ni arrepentimiento ni remordimiento.» Y lo condenó a cadena perpetua, con la posibilidad de solicitar la libertad condicional cuando cumpliera cincuenta y siete años.
Es difícil comprender cómo puede haber personas que en esas circunstancias no manifiestan, según lo expresó aquel juez, ni arrepentimiento ni remordimiento. Tienen la conciencia encallecida, los sentimientos muertos y un corazón de piedra, tan endurecido que no sienten nada. Respiran, viven y actúan, pero no saben lo que es sentir culpa ni pedir perdón.
Si bien el juez no podía ver el interior de James Wanger, Dios sí podía verlo. Porque Dios ve el corazón, la conciencia y los pensamientos de todos los seres humanos. Él nos ve al trasluz porque es Dios y sabe todo lo que estamos imaginando.
El apóstol Juan, viendo cómo las multitudes se acercaban a Jesucristo debido a sus milagros, escribe: «Jesús no les creía porque los conocía a todos; no necesitaba que nadie le informara nada acerca de los demás, pues él conocía el interior del ser humano» (Juan 2:24,25).
Cristo sabe lo que hay dentro de nosotros. Él sabe todo lo que pensamos y sentimos, y hasta sabe si nuestros pecados nos duelen. Sin embargo, si nos arrepentimos de todo corazón, Él corresponderá a ese arrepentimiento sincero. Es más, antes que lo expresemos con los labios, Él ya nos estará perdonando. Pero conste que tiene que ser un arrepentimiento genuino. Que la emoción del Cristo crucificado invada nuestro ser, de modo que podamos decir sinceramente: «¡Perdóname, Señor, todos mis pecados!»
Hermano Pablo

DOS CLASES DE DEMENCIA

El matrimonio de John y Jenny Colomer, de Aspendale, Australia, estaba colmado de felicidad. Los cuatro hijos que les llegaron en rápida sucesión intensificaron aún más esa felicidad. Pero a los ocho años de matrimonio, comenzó una pesadilla. Jenny empezó a tener problemas mentales, y éstos se fueron agravando mes tras mes hasta llegar a ser insoportables.
Un día Jenny, presa de una furia descontrolada, castigaba brutalmente a sus hijos sin ningún motivo. Otro día, la emprendía contra su esposo. Así transcurrieron ocho años de locura, hasta el día en que Jenny atacó y golpeó a su esposo John. Éste la sujetó del cuello y, bajo una ola de locura propia, apretó demasiado fuerte y Jenny murió estrangulada. El juzgado, comprendiendo su tragedia, lo declaró inocente.
Una de las peores pesadillas que quebranta el corazón y destruye la paz ocurre cuando algún miembro de la familia padece perturbaciones mentales, sobre todo si se trata del padre o de la madre. Pero hay una demencia que, a pesar de la aparente contradicción de vocablos, no es mental sino espiritual. Ésa es la que padece el hombre o la mujer, que por más que desea y que busca la paz interna —esa paz del corazón que llega hasta lo profundo del alma—, no la halla. Tiene inteligencia, bienes materiales, buena familia, una posición reconocida y todo lo que el mundo estima valioso, pero no tiene paz. Daría cualquier cosa por tener tranquilidad en el alma, satisfacción, contentamiento y paz, pero nada de eso tiene. Esa es la demencia del corazón, y muchas personas padecen de ella.
Para la demencia mental, hay tratamientos psicológicos y drogas fuertes. Pero, ¿qué hay para la demencia del corazón? ¿Hay alivio para el alma atribulada y para el corazón confundido? ¡Sí lo hay!
Un joven que buscaba la paz se acercó a Jesucristo y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» El Señor, en resumen, le contestó: «Si me sigues de cerca, encontrarás la paz que estás buscando. Y mientras lo hagas, experimentarás paz, gozo y libertad. Pero tienes que dejarlo todo y seguirme» (Lucas 18:18-22).
Esta es la gran verdad: para la demencia espiritual la solución es rendirnos a Cristo y seguir sus pasos. En Él hay verdadera paz.
Hermano Pablo