domingo, 21 de febrero de 2016

HOGAR, AMARGO HOGAR

El apartamento era pequeño. Constaba de dos cuartos, un baño, un comedor y una cocina. La cuota mensual del arriendo era baja, pues estaba ubicado en una zona popular de Nueva York. Aunque pequeño y humilde, eso no impidió que en él se colocara el tradicional cartelito que se pone en tantas casas y que dice: «Hogar, dulce hogar».
Lamentablemente, el cartel que debía habérsele colocado a ese apartamento era todo lo contrario: «Hogar, amargo hogar». Porque la familia que habitaba allí, compuesta por Herman McMillan, de cuarenta y dos años, su esposa Frances, de treinta y cuatro, y sus nueve hijos, de uno a dieciséis años de edad, vivía de una manera deplorable. En ese hogar los padres maltrataban física y sexualmente a sus hijos. La policía que investigó el caso describió a la familia como «una llaga de la gran ciudad».
A menudo se oye decir que el hogar es el cielo en la tierra, que no hay mayor felicidad que la que se puede hallar entre las cuatro paredes del nido familiar, que todas las penas de la calle se dejan cuando uno traspasa el umbral de ese lugar querido. Y todo eso es cierto, hermosamente cierto. Hay muchísimos casos de familias unidas, cariñosas y amables que, aunque pobres, saben ser felices con lo poco que tienen. En esos hogares sí que se puede aplicar el dicho: «Hogar, dulce hogar».
Pero hay otros hogares en que no cabe ese dicho, como el de los McMillan. En lugar de un cielo, es un infierno. En vez de reinar la paz, reina la violencia. En vez de vivir en armonía, se vive en discordia. En lugar de recibir amor y cariño, los hijos reciben brutales palizas. Y lo que es peor, los padres, en lugar de respetar de un modo sano y maduro a sus hijos, los maltratan sexualmente: el padre, a sus hijas; y la madre, a sus hijos.
¿A qué le podemos atribuir la culpa de semejante atrocidad? A dos vicios mortales que entraron a aquella casa: el alcohol y la cocaína. Cuando esos dos males terribles se posesionan de un hogar, lo degradan, lo envilecen y lo descomponen.
Los hijos del matrimonio McMillan recordarán siempre, con angustia, con horror y con rabia, el hogar frío que les dieron sus padres, y llevarán el resto de la vida el estigma del abuso deshonesto y la marca de la degradación. No dejemos nunca que entren a nuestra casa ni el alcohol ni la droga, ni los introduzcamos jamás en nuestro organismo. Considerémoslos nuestros mayores enemigos. Aborrezcámoslos y combatámoslos. Jesucristo desea ayudarnos, entrando Él, más bien, a nuestro corazón. Él no sólo tiene el poder para vencer esos enemigos, sino también un profundo interés en nuestro bienestar personal. Démosle entrada a nuestra vida antes que sea demasiado tarde.
Hermano Pablo

VISIÓN PERDURABLE

El tiempo había transcurrido de noviembre a julio. En nueve meses pasan muchas cosas: un bebé es concebido y avanza a su madurez en el vientre materno; tres estaciones del año pasan siguiendo su ritmo inevitable; la política, la economía y el deporte experimentan grandes cambios.
Pero esos nueve meses no trajeron ningún cambio en la vida de Carmela Salas, de 65 años, mexicana residente de Texas. Los pasó, según el periódico «Los Ángeles Times», contemplando el cadáver de su esposo, Enrique Salas, acostado en la cama matrimonial.
Cuando el esposo murió, ella, negándose a reconocer la realidad, hizo de cuenta que la desgracia no había pasado, y el tiempo se detuvo para ella.
Este no es el primer caso en que hombres o mujeres ven morir al ser más querido y no se resignan a tener que dejar de mirarlo. Y aunque son cadáveres ya, y la momificación de la muerte ha comenzado el proceso de descomposición, el amor que les tienen es más fuerte.
El odio jamás hará una cosa semejante. El odio tiende a destruir, destrozar, masacrar y a hacer desaparecer todo de la vista. El amor construye, y cuando no puede construir, hace perdurar. Porque el amor es muy diferente al odio.
El amor de Dios es el amor más fuerte que existe. Es una fuerza que tiende siempre a reparar, a curar, a construir, a conservar lo bueno, a hermosear más lo que ya es lindo, a regenerar, a purificar y a santificar. El amor de Dios tiende siempre a perdonar y, más que perdonar, a olvidar. Incluso olvida el pecado, el mal, la falta, la derrota, el fracaso humano.
Y como Carmela Salas, Dios también contempla perdurablemente a sus seres amados. Él nunca deja de mirarlos. «El Señor recorre con su mirada toda la tierra —dice la Biblia—, y está listo para ayudar a quienes le son fieles» (2 Crónicas 16:9).
No hay nada más perdurable, poderoso, fiel y comprensivo en la humanidad que el amor de Cristo. Es un amor que nunca falla, una sabiduría que nunca yerra. Tener un corazón entregado a Él es asegurarse la bendición de la vida eterna. Tomemos hoy la más grande decisión moral posible: Elijamos a Cristo como nuestro Salvador y nuestro Señor.
Hermano Pablo

UN INCENDIO INÚTIL

Las calificaciones estaban ahí y eran malas. Malas debido a la desidia, la dejadez y la holgazanería. Si sus padres veían esas malas notas escolares, habría fuertes castigos y no habría vacaciones.
Así que los dos muchachos, ambos de doce años de edad, no hallaron mejor medio de eliminar sus notas que prenderle fuego al escritorio de la maestra. El fuego consumió todo el mueble y aún más, causando daños por dos mil quinientos dólares. Pero el incendio no dio resultado. La maestra había archivado las notas electrónicamente en el sistema computarizado de la escuela.
De este incidente se desprenden varias lecciones. La primera es que si un escolar no se aplica en sus lecciones, ni le dedica tiempo a la lectura de los libros de texto ni atiende seriamente a las enseñanzas de la maestra, no puede sacar buenas notas en los exámenes. Y es posible que sufra los efectos el resto de su vida.
La segunda lección es que la ira es siempre mala consejera, y jugar con fuego es siempre peligroso. La quemazón del mueble pudo haber provocado un incendio con peores consecuencias, causando grandes daños personales. Esto ocurre en muchos casos.
La tercera lección que aprendemos es que quemar un mal informe no soluciona el problema de fondo, que es la falta de honestidad. Esa tendencia tendrá repercusiones perjudiciales toda la vida.
La cuarta lección que nos enseña es que con las computadoras y sus bases de datos, que almacenan todos los datos con más seguridad que cualquier caja fuerte, es inútil quemar documentos comprometedores. Una mala nota documentada no se borra quemando papeles si hay un sistema seguro que la tiene archivada.
La quinta lección es que lo que no ven los maestros, lo ve Dios. Y Dios tiene su manera de marcar permanentemente en nuestra conciencia todas nuestras maldades. No hay lugar en todo el universo donde podamos escondernos de nuestra conciencia. A esta poderosa lección la respalda el principio bíblico que dice: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).
Cualquiera que quebrante las leyes morales de Dios, sea niño o adulto, pequeño o grande, iletrado o sabio, pagará las consecuencias. Tarde o temprano la computadora divina revelará todas nuestras infracciones. Y tras esa revelación compareceremos, irremisiblemente, ante el Juez divino.
Sometamos, pues, nuestra voluntad al señorío de Jesucristo. Él desea ser nuestro Salvador. No lo ignoremos. No tratemos de eludir sus leyes. Humillémonos, más bien, ante Cristo en contrito arrepentimiento. Él será nuestro fiel amigo.
Hermano Pablo

lunes, 15 de febrero de 2016

El culto de ayer domingo trato de nuestra intimidad con Dios, nos enseño por lo menos a mi que de lo bueno lo mejor vine cuando tu oras en la intimidad porque tu hay le puedes explicar todas tus intimidades sabiendo que estáis solos El  y tu...

lunes, 8 de febrero de 2016

viernes, 5 de febrero de 2016

EL COLMO DE LA INCONSCIENCIA

Gary Galloway, de Georgia, Estados Unidos, se dispuso a ver el partido que define el campeonato profesional de fútbol americano. Todos los años a fines del mes de enero o a comienzos de febrero ese juego, conocido como el Super Bowl, acapara la atención de millones de espectadores y televidentes. Gary se acomodó frente al televisor, con una buena provisión de cerveza, salchichas, maíz frito y galletas. Así se pasó el día entero, viendo primero las entrevistas y los comentarios en torno al partido, y luego el partido mismo.
Al día siguiente Gary llamó a la suegra para darle una noticia trágica: «Siento decirle que Mary se suicidó ayer, en el momento preciso en que empezaba el Super Bowl.» Habían tenido una discusión, y la esposa se había suicidado delante de él, pero Gary esperó veintiséis horas para dar la noticia: un supercaso de superinconsciencia.
No es extraordinario que un matrimonio joven tenga diferentes gustos y opiniones. Si a él le gusta el golf, puede que a ella le guste la natación. Si a él, el cine, a ella puede gustarle el teatro. Si a él, la comida italiana, a ella, la comida china. Si cada uno de los dos aprende a ceder a los gustos del otro, y a congeniar y adaptarse a sus diferencias, tendrán un matrimonio feliz durante mucho tiempo. Pero si uno de los cónyuges ama tanto sus partidos de fútbol que ve suicidarse al otro y, con el cadáver tirado ahí, mira televisión durante todo el día, eso ya es el colmo de la indiferencia y la inconsciencia.
No debe parecernos extraño que un hombre salga tres días de pesca con sus amigos, o que su esposa vaya tres días a una convención de mujeres. Eso es permitir que cada uno desarrolle su propia afición, lo cual no es grave mientras ninguno de los dos llegue a los extremos. Pero ver suicidarse a la esposa y quedarse indiferente, tomando cerveza, comiendo salchichas y mirando un juego de fútbol, sobrepasa los límites de lo tolerable.
¿Cómo pueden llegar algunos individuos a ese nivel de insensibilidad e inconsciencia? Indudablemente a causa de la vida moderna, frívola, descreída, irreverente, sensual y materialista que llevan. Le prestan mucha más atención a una afición cualquiera, sea deportiva o social, que a los más sagrados intereses del matrimonio y la familia.
Sólo Cristo puede devolvernos el sentido sagrado de la vida y poner en orden todos los sentimientos y pensamientos de nuestro ser. Él puede y quiere ayudarnos a volver a estimar los verdaderos valores de la vida.
Hermano Pablo

jueves, 4 de febrero de 2016

«¡O ROBO UN BANCO, O ME SUICIDO!»

Serio, callado, con gruesos anteojos oscuros, el hombre se acercó a la ventanilla. Las operaciones del banco transcurrían normalmente. Cuando al hombre le tocó su turno, le pasó una nota al cajero: «Esto es un asalto —decía la nota—. Entrégueme todos los billetes de 10, 20, 50 y 100 que tenga.»
El cajero le pasó 980 dólares, que era todo lo que tenía en la caja. El hombre dio media vuelta y luego se detuvo, como confundido. Era ciego, y sin su bastón en la mano no sabía dar un paso. Cuando lo arrestaron y lo llevaron a la policía, declaró: «Estoy al borde de un colapso. ¡O robo un banco, o me suicido!»
Este fue un caso como para telenovela, ocurrido en San Francisco, California. Roberto Dunbar había quedado ciego hacía cuatro años. Vivía de lo que recibía del Seguro Social, pero alguien le había robado su pensión de ese mes, de modo que llevaba días sin comer. Y no tenía parientes ni amigos. Por eso, en medio de un panorama sumamente oscuro, tomó la decisión de asaltar un banco.
La ceguera es una triste circunstancia. Pero más triste aún es el hecho de que un ciego tenga que cometer un delito porque le han robado la pequeña pensión que le da el gobierno. Es como una denuncia contra toda la humanidad, denuncia de un crimen social que nunca debió haber ocurrido.
Lo cierto es que Roberto Dunbar vivía en tinieblas más oscuras todavía. Además de la oscuridad que tenía en los ojos, tenía también el alma sumida en tinieblas. Los ojos de este hombre, y los de muchos como él, quizá nunca perciban de nuevo la luz del día. Pero la luz espiritual puede encenderse en toda alma. Jesucristo dijo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12).
Hay muchas personas que no tienen la luz de los ojos, pero han hallado una luz mil veces más resplandeciente que la luz del sol. Son los que han encontrado la paz y el gozo que da Jesucristo. Sin percibir el color de las flores, ven el color de la esperanza. Sin ver la luz del sol, ven con el alma la luz de la gracia salvadora de Cristo. Sin poder contemplar el rostro de los amados, ven con los ojos del espíritu el rostro amable y compasivo de Jesucristo, porque Él es realmente la luz del mundo.
Esa oscuridad en la que muchos se encuentran, esa noche interminable, se cambiará en día el instante en que Cristo entre a su corazón. Basta con que le den entrada. Él quiere ser su paz, su gozo y su luz.
Hermano Pablo

CUANDO EL TECHO SE NOS VIENE ENCIMA

El grupo de niños jugaba muy alegre. David Bertolotto, instructor de natación que tenía diecisiete años de edad, estaba dando la clase a catorce estudiantes que tenían entre cuatro y seis años de edad. Era una piscina cubierta de una Asociación de Jóvenes en Roxbury, Massachussets, Estados Unidos.
En plena clase, un crujido siniestro los hizo mirar hacia arriba. El techo de cemento, a quince metros de altura, comenzó a desplomarse. David elevó una oración rapidísima: «¡Señor, ayúdanos!», y frenéticamente empezó a sacar niños de la piscina y del edificio. Cuando hubo retirado al último, el techo cayó del todo. Un trozo de cemento le pegó a David en un lado del cráneo. No lo mató, pero le desgarró parte del cuero cabelludo.
«Cuando se hunde el piso o se desploma el techo —dijo David en el hospital—, lo mejor es clamar de inmediato a Dios.»
David tenía toda la razón. Había obtenido empleo temporal como instructor de natación de niños pequeños en esa institución. En la primera sesión había ocurrido lo inesperado. Y en ese momento terrible, su fe en Dios le había hecho, primeramente, clamar a Dios en forma instantánea, y luego disponerse animosamente al trabajo del rescate. Así salvó la vida de todos los niños.
¿Qué podemos hacer cuando el techo se nos viene encima? No el techo de un edificio sino el de nuestra vida: nuestra situación económica, nuestra condición familiar, nuestra salud, nuestras emociones. Cuando todo parece desplomarse y venírsenos encima, ¿qué podemos hacer?
Algunos salen corriendo desesperadamente, tratando de huir de la situación. Otros se sumergen en un lago de alcohol, tratando de no pensar. Otros se dan a los estupefacientes para insensibilizarse. Y otros se encierran en su problema y no tienen nada que ver con nadie. Pero nada de esto resuelve el problema. Al contrario, lo empeora.
La solución es hacer lo que hizo David Bertolotto: clamar a Cristo, fuente viva de toda ayuda, todo socorro y toda respuesta. Es fácil acudir a Cristo en cualquier emergencia de la vida cuando Cristo es nuestro amigo de todos los días, es decir, cuando vivimos acostumbrados a la oración. ¿Cómo logramos eso? Buscando su amistad, entregándole nuestra voluntad, nuestro afecto y nuestra confianza. No es difícil; Cristo nos está esperando.
Hermano Pablo

lunes, 1 de febrero de 2016

La predicación de ayer fue tremenda trato sobre estos versículos.
Dios nunca te deja de sorprender.
1ª de CORINTIOS 2
1. Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría.
2. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado.
3. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor;
4. y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder,
5. para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.