Solemne, transcurría el funeral. Yacía en la caja un eminente clérigo
que había dedicado toda su vida a servir a la humanidad. Largas filas
de personas que habían recibido de él algún consejo sabio, alguna ayuda
espiritual, incluso algún beneficio material, testificaban cuándo,
cómo y en qué circunstancias el reverendo les había ayudado.
En eso se acercó al ataúd un joven de unos treinta años de edad.
Estaba mal vestido, sucio, con barba de una semana y con todas las
trazas de alcohólico. Miró detenidamente al cadáver en la caja y, con
emociones encontradas como de tristeza mezclada con resentimiento y
odio, dijo: «Papá, ahora me doy cuenta dónde estabas tú cuando yo más
te necesitaba.»
Esta historia verídica, con profundo sentido humano, de un pastor
eminente que dedicó toda su vida a proveer ayuda espiritual y consejo
profesional a miles de personas, pero que no tuvo tiempo de prestarle
atención a su propia familia, nos deja una tremenda lección.
El proverbista Salomón, entre sus sabias máximas, escribió la
siguiente: «Me obligaron a cuidar las viñas; ¡y mi propia viña
descuidé!» (Cantares 1:6). Qué fuerte reprensión es ésta a los padres
que cuidan de todo y de todos, pero se olvidan de ser amigos,
consejeros y verdaderos padres de sus propios hijos.
El pastor de la historia aconsejó a miles, hasta tener en su
archivo más de tres mil tarjetas con nombres de personas a quienes
había ayudado psicológica y espiritualmente. Pero entre esas tarjetas
no aparecía la de su hijo.
¿Quiénes deben tener prioridad en el corazón, en los sentimientos y
en el calendario de un esposo y padre? Su esposa y sus hijos. Nadie
tiene más derecho que ellos a la atención, al amor, al cuidado y a la
protección de ese padre.
A cada uno de los que somos padres nos conviene examinarnos en
este sentido. ¿Les hemos dado a nuestros hijos la atención, el tiempo y
el interés que ellos tanto necesitan de nosotros? Nuestra
responsabilidad primaria es, sin excepción, la familia: esposa e hijos.
Nadie ni nada en este mundo debe ser más importante que nuestra
familia.
Jesucristo, que es el Señor de la vida, puede hacer de un hombre,
desde el más sencillo hasta el más ilustre, un gran padre. Él quiere
ayudar a cada uno. Basta con que nos postremos ante Él y le digamos con
toda sinceridad: «Señor, me entrego a ti. ¡Ayúdame!»
Hermano Pablo