viernes, 22 de febrero de 2013

«AHORA TE TOCA EL TURNO A TI, CUATE»

«Ahora te toca el turno a ti, cuate.» La frase, trivial y amistosa, la expresó así, desaprensivamente y entre risas. Y tanto José Hernández Rodríguez, policía de la ciudad de México, como también sus compañeros policías, se rieron.
No se trataba de un turno para tomar un trago más. Ni era un turno para echar de nuevo los dados. No era turno tampoco para poner en marcha el auto policial y salir a hacer un recorrido nocturno. El turno para José, hombre casado de treinta y cuatro años de edad y con cinco hijos, era el de jugar a la ruleta rusa. Y él, creyendo todavía que era algo divertido, se puso el arma en la sien y disparó.
No hace falta terminar la crónica. José Hernández Rodríguez, policía de México, murió jugando a la ruleta rusa con el arma de la repartición, en medio de sus compañeros. Lo que lo movió a entrar al juego mortal con esa desastrosa consecuencia, para él y para su familia, fue la frase: «Ahora te toca el turno a ti, cuate.»
Así procede el maligno cuando busca destruir una vida. Se acerca al oído de un jovencito de doce años y le dice: «Ahora te toca el turno a ti; ¡aprovéchalo!» Y el chico, sin saber que la consecuencia lo destruirá, da su primera aspirada de cocaína. Se acerca al oído de la jovencita incauta y le dice: «Ahora te toca el turno a ti, linda.» Y la chica accede a probar lo que es el amor, con la desastrosa consecuencia de un embarazo a los catorce años, que la deja manchada y confundida el resto de su vida.
Se acerca al oído del atildado y respetado caballero, gran hombre de negocios, y le dice insidiosamente: «Ahora te toca el turno a ti, hombre; ¿qué esperas?» Y el caballero entra en el negocio sucio pensando hacer millones, y lo que saca es un proceso por estafa, y la ruina física, económica y moral.
La tentación siempre hace el mismo juego y casi siempre sale bien. Pone una oportunidad de desliz ante una persona cualquiera y le dice: «Ahora te toca a ti.» Y esa sola frase, aun en voz queda, tiene la fuerza de un Iguazú.
Sin embargo, entre las voces que arrastran al ser humano, no todas lo llevan a la derrota. Cristo también se acerca a cada persona y le dice: «Ahora te toca a ti.» Y es como si dijera: «Esta es la oportunidad de cambiar el rumbo de tu vida, de enmendar tus caminos, de regenerarte por completo, de ser una nueva persona.»
Jesucristo le da sentido a la vida. Él le da propósito a nuestra existencia en esta tierra. Y nos dice con urgencia: «Ahora te toca a ti. Reconcíliate conmigo. Hazlo ahora, ahora mismo.» No rechacemos el llamado de Dios. Él desea poner en orden todo lo negro y confuso de nuestra vida. Entreguémosle nuestro corazón.

Hermano Pablo

martes, 19 de febrero de 2013

ME PREPARASTE CUERPO


Recuerdo una historia que una vez alguien contó de un hombre que murió en la calle. A plena luz del día, entre gente que iba y venía. Su juventud lo había abandonado, pero no los deseos de servir a su Dios.

Viejo y cansado, el piso mil veces andado de una peatonal le vino a recibir cuando cayó y entregó su último respiro. En aquel momento me fue como un golpe en el pecho escuchar lo que este hombre estaba haciendo en el momento en que la muerte lo sorprendió: repartía esperanza, luz y vida. Cuando lo levantaron, entre sus dedos quedaban algunos de los tratados con la Palabra de Dios que no alcanzó a entregar.

Mi primer pensamiento fue: ¿así muere un siervo de Dios? Solo, de repente, en la calle, mientras hacía algo por los demás. ¿Qué tipo de trato por parte de Dios era este? No lo podía entender.
< br />Al análisis liviano y meramente humano, una historia cruel y triste, que casi pinta a un Dios tirano, ajeno, lejano y desentendido de los suyos.

Cuántas veces nos pasa en nuestro andar diario el formular pensamientos errados sobre Dios, derivados de nuestro oscurecido entendimiento, de falta de conocimiento verdadero, de una incorrecta manera de ver la vida. La cruz de Cristo viene allí a nuestra ayuda, mientras nosotros miramos como por un lente mal enfocado que sólo proporciona una escena borrosa, el Señor Jesucristo y su obra perfecta en la cruz, además de salvación y vida eterna, vienen a proporcionarnos los ajustes necesarios para que nuestra mirada de la realidad se vuelva nítida y enfocada en lo que verdaderamente cuenta: la voluntad del Padre.

En Hebreos 10:5-7a leemos
“Por lo cual, entrando (Cristo) en el mundo dice:
Sacrificio y ofrenda no quisiste;
Mas me preparaste cuerpo.
Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron.
Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad…”


Dios le preparó a su Hijo un cuerpo, y el Hijo aunque existía con el mismo ser de Dios no se aferró a su igualdad con Él, sino que renunciando a lo que era suyo tomó naturaleza de siervo. Se presentó como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y no una muerte cualquiera sino una muerte de cruz. (tomado de Filipenses 2:6-8)

El Hijo sabía que el Padre no tenía agrado ni en sacrificio ni ofrenda, holocaustos y expiaciones no alcanzaban para cubrir la maldad y el pecado de la humanidad, por eso se le preparó un cuerpo y ya en ese cuerpo no rehusó nunca obediencia, sino que desde el principio dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.”

Lo más bajo para Dios: hacerse hombre, tomar naturaleza de siervo, es lo más alto a lo que nosotros podemos aspirar. Como seres humanos que so mos, también hemos recibido cuerpo, pero a diferencia de Cristo, no hemos renunciado a nada, sin embargo cuánto nos cuesta poder decir: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad.”

La historia del hombre que murió en la calle no debe inquietarnos, debemos aprender a mirarla con el lente de la cruz. En algún momento de su vida este siervo aspiró a lo más alto que puede aspirar una criatura de Dios y dijo: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad.” Y no sólo fueron palabras sino que vivió y murió conforme a aquella decisión.
Dios no le abandonó en medio de su servicio, cuando ya viejo y cansado no le servía más, sino que le dio el privilegio de morir haciendo su voluntad. Nada le negó al Señor, ni su último día, ni sus últimas fuerzas, ni su último aliento, todo lo entregó a Aquél que se entregó por él primero.
Qué precioso tesoro llegar a ese entendimiento, a esa convicción. El Señor lo miró con amor desde el cielo y le dijo: Hijo fiel y bueno, ven ya, entra y alégrate conmigo.
Gracias a Cristo ya no son más necesarios los antiguos sacrificios, la deuda ha sido cancelada, las demandas de justicia satisfechas. Aunque nada de lo que podamos ofrecer reemplaza a lo que Cristo ya ha hecho por nosotros, Dios siempre ha querido una misma cosa: a nosotros mismos, presentados como ofrenda viva, apartada sólo para Él, agradable en obediencia y conforme a su perfecta voluntad. No nos neguemos el privilegio de vivir sólo para Él, no nos reservemos nada para con Aquél que nos ha dado todo.

Romanos 12: 1-2
“Por tanto, hermanos míos, les ruego por la misericordia de Dios que se presenten ustedes mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios. Éste es el verdadero culto que deben ofrecer. No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es b ueno, lo que le es grato, lo que es perfecto.”

Equipo de colaboradores del Portal de la Iglesia Latina
www.iglesialatina.org
EricaE

jueves, 14 de febrero de 2013

MIL NOVENTA Y CINCO BESOS DE AMOR

El hombre, de sesenta y cinco años de edad, se inclinó sobre su esposa. Ella estaba dormida, dormida profundamente. Él depositó un suave beso en su mejilla y le dijo: «Pronto te sentirás bien, querida.»
Al otro día le dio el mismo beso y le dijo las mismas palabras. Así hizo día tras día, durante mil noventa y cinco días, todo el tiempo que la esposa estuvo en coma.
Eran José Brasher y su esposa Bárbara. Ella, en una Navidad, había sufrido la ruptura de una arteria cerebral y había estado en coma por tres años. Al fin de tantos besos y de tantos días, Bárbara abrió los ojos y dijo: «¡Feliz Navidad, amor mío!» De ahí que concluyera: «Dios, y los besos de mis esposo, me trajeron de vuelta.»
Esta es una verdadera historia de amor. Es más, es una historia de amor, de fe y de esperanza, las tres grandes virtudes cristianas. Bárbara sufrió un coma que duró tres años. Cada día su esposo la visitó en el hospital, y cada día de esos tres años él depositó un beso en su mejilla y una oración en su oído. Y finalmente el amor, la fe y la esperanza dieron resultado. Fue así como Bárbara quedó perfectamente bien.
¡Qué poder tiene un beso! ¡Cómo puede cambiar, en un momento, la noche en día, la pena en alegría, la lágrima en sonrisa, y la angustia en gozo! Basta un solo beso —un beso de verdadero y genuino amor entre esposos— para que vuelva la felicidad, se fortalezca el amor, cambie el corazón y se disipe el dolor. Pero tiene que ser un beso de amor y no de compromiso, ni de pasión, ni de misericordia ni de complacencia. Tiene que ser un beso que brota del amor —legítimo, humano y fiel— que llena el corazón de los dos.
Los que estamos casados, ¿amamos a nuestro cónyuge? ¿Perdura entre nosotros la absoluta fidelidad a los votos que un día nos hicimos ante el representante de Dios? ¿Nos tratamos con cariño y comprensión? ¿Son más fuertes el amor, el enlace, el vínculo y el compromiso que las desavenencias, la discordia, el antagonismo y la contrariedad? Si la respuesta es negativa, hay una nube negra que se ha puesto sobre nuestro hogar que, si no se disipa, lo destruirá.
Insistamos, de voluntad y de corazón, que la persona de Cristo, el Autor del matrimonio, sea la cabeza invisible pero permanente de nuestro hogar. Con Cristo en el corazón, seremos más propensos a dar besos de verdadero amor a la esposa o al esposo. Sólo Cristo puede transformar la vida de cada uno. Sólo Él da ese amor que se sobrepone a toda prueba. Cuando Él es el Señor de nuestro matrimonio, podemos disfrutar como nunca de ese amor puro y permanente. 

Hermano Pablo

lunes, 11 de febrero de 2013

PRIMICIAS



 
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Hoy domingo ha sido el dia de primicias, el escenario a sido muy bonito  y la mañana a sido  espectacular yo creo que nuestro papa estara satisfecho con la Iglesia La PAZ.
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lunes, 4 de febrero de 2013

HEBREOS 4:12


Porque la palabra de Dios tiene vida y poder. Es más cortante que cualquier espada de dos filos, y penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta lo más íntimo de la persona; y somete a juicio los pensamientos y las intenciones del corazón.
Desde el Genesis hasta el Apocalipsis.

RESCATE Y VUELTA A LA VIDA

Un domingo, cuando la familia Desmore terminaba su frío paseo a la isla Kodiak y su pequeña embarcación los llevaba de regreso a la Bahía Larson en Alaska, sufrieron un percance. El barco se hundió con Misty, de tres años, una prima, su madre y su abuelo. Los guardacostas pudieron salvar a la madre y a la prima de Misty, pero el abuelo, Archie, de cincuenta años, murió de hipotermia.
Las esperanzas de los esforzados guardacostas no eran muy alentadoras en cuanto a la pequeña Misty, a quien no encontraban, y el tiempo transcurría en forma amenazante. Por fin hallaron a la niña, que flotaba boca abajo en las heladas aguas del Pacífico Norte. Misty había dejado de respirar hacía casi cuarenta minutos.
El doctor Marty, médico de los guardacostas, personalmente succionó casi un litro de agua marina salobre de los pulmones de la niña. En unión de su ayudante, le aplicó la respiración artificial hasta que ella comenzó a respirar por cuenta propia. Fue así como Misty se reanimó casi milagrosamente, y recibió cuidados intensivos en el Hospital Providence de Anchorage.
Es asombroso el increíble rescate y la milagrosa vuelta a la vida de una pequeña de tres años que prácticamente estuvo muerta a merced de las frías aguas del Pacífico. Así como Misty flotaba sin ninguna esperanza, el hombre actual se encuentra vagando en un frío océano, ahogado por la culpa de sus faltas. Por sus propios medios jamás logrará salvarse. Pero su Creador ya hizo todo lo necesario para rescatarlo. Jesucristo vino para pagar el precio de la culpa humana y quitarnos la carga que nos mantiene muertos en nuestros propios delitos. Al igual que el médico de los guardacostas que le aplicó la respiración artificial a la pequeña Misty, Cristo nos llena de su aliento divino —el Espíritu Santo— para que volvamos a la vida, a una existencia con sentido, llena de su cuidado y de su amor.
Si sentimos que ya no podemos respirar libremente, que estamos muertos en el interior, y reconocemos que el único que puede reanimarnos es Dios, es hora de que se produzca una verdadera y milagrosa resurrección en nuestra vida.
Dios envió a su Hijo Jesucristo al mundo para rescatarnos, dando su vida como precio por nuestra libertad. Aceptemos el perdón que nos ofrece y el aliento de vida eterna.

Hermano Pablo

LUZ VERDE

“La justicia protege al que anda en integridad” (Pr 13:6,NVI).

Hace un tiempo atrás fui protagonista de un accidente de tránsito, tan inesperado como súbito.

Cruzábamos con nuestro vehículo la intersección de dos avenidas con la luz verde del semáforo cuando de manera inesperada fuimos embestidos lateralmente por un auto que atravesaba el mismo cruce, pero con luz roja. Nuestro auto comenzó a dar trompos y terminó chocando contra un semáforo. Gracias a Dios todos los involucrados resultamos ilesos.

En ese momento en que uno se queda sin palabras, solo podían escucharse las voces de las personas que se acercaban a brindar su ayuda o a ofrecerse como testigos del accidente a nuestro favor.

Luego de unos días, la imagen de ese choque volvió a mi mente, pero no como algo traumático, sino como una enseñanza.
Muchas veces vivimos situaciones inesperadas que nos golpean y nos desconciertan, nos esforzamos cada día por andar en el camino correcto y de repente suceden imprevistos que intentan descolocarnos. No siempre esos golpes están relacionados con lo material o lo físico, pues podemos también ubicarlos cómodamente en el área de las relaciones interpersonales.

Cuando andamos con luz verde, es decir, procurando vivir conforme a la Palabra de Dios y tratando de agradarle a Él en todo, Él defiende nuestra causa sin que nosotros tengamos que hacer nada. Así como en el ejemplo del accidente los testigos atestiguaron a nuestro favor porque circulábamos correctamente, también hay personas a nuestro alrededor que observan nuestro andar íntegro.

“Quien se conduce con integridad, anda seguro” (Pr 10:9, NVI).


Hacer lo correcto siempre trae paz y bendición.
Pa tricia Götz
Equipo de colaboradores del Portal de la Iglesia Latina
www.iglesialatina.org
PCG





viernes, 1 de febrero de 2013