lunes, 25 de abril de 2016

ES SIEMPRE BUENO MIRAR HACIA ATRÁS

El camionero Robin MacAllen de Toronto, Canadá, puso en marcha el motor de su vehículo. El camión estaba cargado con varillas de hierro, y Robin estaba saliendo del corralón de materiales.
Como conocía bien el lugar, Robin casi nunca miraba hacia atrás cuando retrocedía. Siempre suponía que tenía suficiente espacio libre. Pero esta vez, al retroceder, chocó contra otro camión que Robin no había advertido, y ocurrió lo insólito. Una varilla —una sola varilla de la carga— se corrió hacia adelante, traspasó el vidrio trasero de la cabina del camión, entró por la nuca de Robin y salió por la frente.
Increíblemente, el desprevenido camionero no murió. La varilla, de milagro, pasó entre los dos hemisferios de su cerebro, sin causar daño mortal. A Robin lo llevaron de emergencia al hospital, y el comentario sentencioso del cirujano Friedman, que le extrajo la varilla, fue: «Hay veces en la vida en que conviene mirar hacia atrás.»
¡Qué lección tan poderosa la de esta frase del doctor Friedman! Mirar hacia atrás es examinar nuestra vida pasada. Es repasar las experiencias. Es analizar la conducta. Y quien con ojos objetivos mira su vida de ayer y estudia los motivos y las razones por los que hizo lo que hizo, tendrá la madurez necesaria para conducir su vida presente hacia triunfos y victorias.
Es realmente sabio poder prever consecuencias y luego, en todas las decisiones, tener presentes esas consecuencias. Solamente la persona que mira hacia atrás, examinando sus hechos pasados, puede prever consecuencias y ordenar su vida presente con cordura y sensatez.
«Hay veces en la vida en que conviene mirar hacia atrás», le dijo el doctor Friedman a Robin MacAllen. Mejor le hubiera dicho: «Siempre conviene mirar hacia atrás. Siempre conviene aprender del pasado. Siempre conviene medir nuestra conducta conforme a las experiencias vividas. Siempre conviene tener presentes las lecciones que nuestro ayer nos ha dejado.»
Si nuestra vida no ha rendido el fruto que debe, y hemos tenido heridas, frustraciones y malentendidos, es porque toda nuestra vida es un espejo que refleja lo que le hemos dado. La vida nos paga según nuestra inversión en ella. Lo que sembramos es precisamente lo que cosechamos.
Para poder aprender del pasado y del presente, pidámosle a Cristo que sea nuestro Señor. Él quiere ser nuestro Maestro. Abrámosle nuestro corazón.

Hermano Pablo

CINTURONES EN LA CIUDAD

Fue un cinturón de fuego de tumultos y de violencia que a fines de abril de 1992 rodeó una gran zona de la ciudad de Los Ángeles, California. En tres días se produjeron 3.300 incendios, se saquearon y se destrozaron miles de comercios, se enfrentaron las pandillas con la policía, y se vivió la furia del motín.
Tres semanas después de los disturbios se formó otro cinturón. Un cinturón humano. Un cinturón de hombres y mujeres, niños y adultos que, tomados de la mano, rodearon la zona devastada. Eran personas de ciento veinte grupos religiosos, que deseaban mostrar su esperanza de que la paz y la armonía podían restaurarse en la atribulada ciudad. El mundo entero se dio cuenta del tumulto, y el mundo entero se dio cuenta también del cinturón de paz.
Estas inquietudes sociales son típicas de la época en que vivimos. Los motines de Los Ángeles fueron terribles. Diez mil comercios, grandes y chicos, quedaron destruidos. El desempleo subió, de la noche a la mañana, a un cuarenta por ciento. Y los arrestos policiales ascendieron a más de diez y siete mil. Pero fue admirable la solidaridad fraternal que se produjo a raíz de los sucesos.
Hay muchos que compartimos interés y pasión por el bienestar social, por la paz en las familias, por la integridad en las relaciones humanas, y por la justicia en el corazón del hombre. Si los que tenemos esa preocupación manifestamos nuestra inquietud, quizá eso dé comienzo a deponer los odios raciales y religiosos, y las antipatías sociales y nacionalistas. Quizá podamos lograr que unos y otros, los de una parte y los de otra, alrededor de este mundo en convulsión, se unan en comprensión y en amistad.
Cuando eso suceda, comenzarán a cesar la violencia, la desigualdad social y las guerras. Nacerá una hermandad universal que unirá en uno no sólo manos sino corazones. Quizá sea soñar demasiado, pero la horrible condición social del mundo demanda que comencemos con algo, aunque sea sólo un sueño.
Sin embargo, aun para el que piensa que un cinturón humano de paz universal sea un sueño irrealizable, hay algo que sí se puede realizar. Es la paz que, como individuo, puede tener en su propio corazón. Cuando Cristo es el Señor de nuestra vida, el milagro del «nuevo nacimiento» ocurre en nosotros. Ese nuevo nacimiento trae consigo nuevos ideales, nuevos propósitos, nuevos impulsos y un nuevo corazón. Cristo desea darnos esa paz. Aceptémoslo como Señor hoy mismo.

Hermano Pablo

CUANDO DE REPENTE SE PIERDE LA VISTA

A los nueve años de edad tenía vista de lince, gran aptitud para correr, e inteligencia sobresaliente. Pero a los diez, en un juego de cricket, recibió un terrible pelotazo en el ojo derecho, y a las pocas semanas Cyril Charles, un niño de la isla Trinidad, quedó casi totalmente ciego.
¿Qué hace un niño de diez años de edad que de repente pierde la vista? Hace lo que, por lo general, no hacen los adultos. En esto podríamos nosotros los adultos aprender de los niños.
Cyril Charles, sin amilanarse, comenzó de inmediato a aprender el braille y, mientras lo aprendía, continuó cursando sus estudios. Aunque lo muy poco que veía aparecía borroso, continuó también practicando el fútbol y el atletismo. Con el paso del tiempo Cyril no sólo se convirtió en un estudiante singular, sino que sobresalió en el deporte. Y a los veinte años ganó una maratón para minusválidos.
Al año de ganarse esa carrera, con los adelantos de la ciencia fue operado de la vista, y Cyril recuperó su visión. Había pasado muchos años en sombras, pero resurgió, por fin, a la luz y a esperanzas cumplidas.
Una desgracia física no es el fin de la vida. El mundo no se detiene porque uno haya sufrido un percance. Es cierto que hay que hacer ajustes. A veces es cuestión de enfrentar un nuevo régimen de acción, pero la vida sigue. Y la esperanza, la fuerza de voluntad, la férrea resolución, la tenacidad y la constancia traen, con el tiempo, el triunfo.
No perdamos la fe. La fe en uno mismo y la confianza en los semejantes producen una esperanza que trasciende toda tragedia humana. El cuerpo físico puede nacer contrahecho o débil. Puede deteriorarse. Puede, incluso, perder uno de sus miembros o uno de sus sentidos físicos. Pero si dentro del cuerpo tenemos el alma viva y pujante, triunfaremos porque ésta nos sostendrá.
No perdamos la fe. Creamos, más bien, en Dios. La fe en Dios nuestro Creador produce una fuerza en nosotros mil veces mayor que la fuerza humana. Las competencias deportivas para minusválidos que se realizan ya en casi todas partes del mundo están demostrando que cojos, mancos, paralíticos, ciegos y otros muchos impedidos pueden vencer obstáculos increíbles.
No perdamos la fe. Aferrémonos, más bien, a la mano de Dios. Creamos como creía el apóstol Pablo, que dijo: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13).

Hermano Pablo

lunes, 18 de abril de 2016

Celebrando locomplaños del hijo de los apostoles y su nieta 
 !!!FELICIDADES¡¡¡

martes, 29 de marzo de 2016


Aqui estamos alabado a Dios

SIETE DÍAS EN UNA CUEVA

La familia la formaban tres personas: Daniel Stolpa, joven de veintiún años de edad; su esposa Jennifer, de veinte años; y el hijito de ambos, Clayton, de cuatro meses.
Andaban juntos de turismo en Canadá. Sin rumbo específico, transitaban por un camino serpenteado hacia las alturas de una montaña. Y era invierno.
Todo iba bien, hasta que el automóvil se dañó. Tuvieron que abandonar el vehículo y andar a pie por la sierra nevada en busca de auxilio. Cuando menos pensaron, se hallaron en medio de una terrible tormenta de nieve.
Daniel halló una cueva en la montaña y pensó pasar esa noche en ella. Pero la tormenta arreció, y aunque estaban sin agua, sin comida y sin más protección que la ropa que traían puesta, no podían moverse de allí.
Pasaron siete días aguantando el intenso frío. Y por fin, Daniel dejó a su esposa y a la criaturita para buscar auxilio. Caminó veinticinco kilómetros hasta hallar asistencia, y al fin todos fueron rescatados. Aunque la baja temperatura congeló parte de sus pies, todos quedaron fuera de peligro.
Durante las interminables horas que Daniel y Jennifer pasaron en la cueva, solos y apretados uno contra otro protegiendo al hijito de cuatro meses, conciliaron todas las diferencias y resolvieron problemas matrimoniales que estaban teniendo. De ahí que declararan: «Tuvimos que estar siete días muy juntos en una cueva, muertos de frío, para que de nuevo brotara el calor del amor entre los dos.»
En efecto, es el calor del amor, ese fuego sagrado hecho por Dios, lo que mantiene unido al matrimonio. Desgraciadamente, la rutina del matrimonio muy pronto lo vuelve insípido, y cuando faltan el estímulo y la determinación de mantener encendido el fuego, éste se apaga.
¿Por qué ocurre esto? Porque por alguna razón, estúpida o ingenua que sea, creemos que nuestro amor, de por sí, se mantendrá para siempre en calor. Eso es imposible. Ningún amor entre dos personas puede mantenerse si esa relación no se nutre con actos de respeto y cariño.
Fortalezcamos nuestro matrimonio. Protejamos esa unión. Nutramos la relación conyugal. Nada en la vida es más importante que la relación con el cónyuge. El matrimonio que se preserva alcanza su más intensa satisfacción con el paso de los años. Cuidemos nuestro matrimonio. Es lo más sagrado que tenemos. Y con el correr del tiempo y la presencia de Dios en el corazón, será más bello aún. Pues si de veras estamos bien con Dios, lo estaremos también con nuestro cónyuge.
Hermano Pablo