miércoles, 15 de abril de 2015
lunes, 6 de abril de 2015
APUESTA DE VIDA O MUERTE
Los dos personajes se sentaron a la mesa de póker. Se miraron a los ojos. Uno de ellos estaba serio, muy serio. El otro lucía una leve y mordaz sonrisa diabólica.
—¿Qué apostamos? —preguntó el primero.
—El alma de ése que se está muriendo —respondió el otro.
Y repartieron las cartas en una atmósfera tensa y pesada.
Uno de los jugadores, el sacerdote Michel Scotto, de Le Mans, Francia, miró sus cartas: tres reyes. Pensó que era una buena mano y que podía ganar, así que puso sus cartas sobre la mesa. El otro, sin dejar de sonreír mefistofélicamente, mostró las suyas: tres ases y dos reinas. Full. Había ganado la partida.
—Me llevo esa alma, que es mía —dijo riendo el diablo.
El padre Scotto, derrotado, vencido y amargado, apenas pudo hacer la señal de la cruz.
Esta alegoría la relata el sacerdote francés Michel Scotto. Pero para él no es alegoría. Para él es realidad. Él dice que se jugó al póker la salvación de un pecador moribundo. El diablo, mucho mejor jugador que él, y además mentiroso, tramposo y engañador, le ganó la partida.
Esta historia, verídica o imaginaria, contiene varias verdades que merecen nuestra reflexión.
En primer lugar, Satanás ciertamente ronda en busca de las almas de este mundo. El apóstol Pedro dice: «Practiquen el dominio propio y manténganse alerta. Su enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1 Pedro 5:8). Eso debemos darlo por sentado.
Otra gran verdad que esta historia revela es que Dios también anda en busca de las almas de este mundo. Jesucristo, refiriéndose a sí mismo, dijo: «Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lucas 19:10). Así como Satanás ronda en busca de las almas de este mundo, Cristo, también, anda en busca del pecador que está perdido.
Lo que la historia no revela es que el destino del alma humana no está a merced de ninguna lotería ilusoria. Es más, la salvación eterna del hombre no la deciden ni Dios ni el diablo. El voto determinante lo da el hombre mismo. Jesús dijo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Cada uno de nosotros decide por cuenta propia si su alma será del diablo o de Dios, si pasará la eternidad en el cielo o en el infierno. El voto determinante es el nuestro. Más vale que nos decidamos por Dios.
Hermano Pablo
UNA CITA FINAL
Lleno de angustia y tristeza, pero sereno, el joven subió a su auto. Tenía una cita urgente. A las seis de la tarde, en la glorieta de la Fuente de Agua en la Avenida Palma de la Ciudad de México, tenía un último encuentro con su novia.
Lanzó su auto a toda velocidad. Corrió sin mirar el velocímetro, ni altos ni luces rojas. Al acercarse a la glorieta, divisó a la joven. El sólo verla acrecentó su dolor. Acelerando el vehículo a gran velocidad, se estrelló contra el monumento. El accidente fue horrible. El joven quedó muerto ahí mismo ante la mirada horrorizada de la mujer que lo había abandonado.
Las crónicas periodísticas traen de todo. Esta vez fue una historia romántica pero triste. Un joven, cuyo nombre no recogió la crónica, le pidió a su novia, que lo había dejado, una última cita. Una cita de despedida. Una cita que habría de ser la definitiva. Y, en efecto, fue la definitiva, porque incapaz de soportar el desengaño, el joven, en la forma más drástica, puso fin a sus días.
Muchas veces ocurren tragedias como esta en la problemática y azarosa vida humana. Cuando más creemos haber encontrado la completa felicidad, descubrimos que todo fue una ilusión, y la decepción nos mata. Cuando pensamos que ya tenemos la fortuna en las manos, algo nos hace perderlo todo y nos reduce a la pobreza. Cuando creemos alcanzar el triunfo artístico, o deportivo o político, nos vemos de pronto paladeando el amargo sabor de la derrota.
¿Qué hacer en esos momentos? ¿Cómo sobrellevar esas decepciones?
Muchos se entregan a la desesperación. Echan mano del veneno, o de la horca o de la pistola, y acaban con su vida. Otros se sumergen en un pozo de alcohol o de droga. Otros se vuelven eternos resentidos y amargados. Y aún otros entran en un profundo e interminable período de depresión.
¿Serán éstas las únicas opciones ante el fracaso? No, hay otra. Es la opción espiritual. Aun en medio del más espantoso fracaso o de la más triste decepción, siempre queda Dios.
Jesucristo, el Señor viviente, es el Salvador de los fracasados. Él está cerca de cada persona necesitada que invoca su presencia. Y Él está cerca de cada uno en este mismo momento.
Clamemos a Cristo. Él nos responderá y nos levantará de la desesperación. Él nos dará la misma victoria que les ha dado a muchos otros, porque nunca falla. Cuando toda otra supuesta solución ha fracasado, siempre queda Dios.
Hermano Paplo
miércoles, 25 de marzo de 2015
sábado, 21 de marzo de 2015
«PÉGATE UN TIRO»
Fue una conversación muy emotiva entre madre e hijo, una conversación realizada por teléfono en una de las grandes ciudades del mundo. El hijo, de treinta y siete años de edad, lloraba. Lloraba como cuando era niño.
—¿Qué hago, mamá, qué hago? —decía entre sollozos.
Y la madre, sollozando también, y con el alma partida en dos, sin hallar una palabra de consuelo le dijo:
—Antes que sigas matando gente, hijo, pídele perdón a Dios por lo que has hecho, y pégate un tiro.
A los diez segundos, la madre oyó en su auricular el disparo. Se trataba de Dean Hemrick, hijo de Sara Carpenter. Dean había matado a cuatro personas, y estaba encerrado en su apartamento, rodeado de policías. Había perdido toda esperanza.
He aquí otro drama de pasiones descontroladas. Dean Hemrick, loco de celos, había matado a su esposa y a tres personas más. Luego se había encerrado en su apartamento, y desde allí había llamado desesperadamente a su madre. La anciana, con el corazón desgarrado, no le dio más consejo que: «Pégate un tiro.»
Cuando se ha esfumado toda esperanza, nuestras decisiones nunca son racionales. Cuando hemos perdido la fe, hemos perdido también el rumbo. Sin fe y sin esperanza no sabemos qué hacer. Cuando no tenemos luz ni guía el mundo nos parece un gigantesco laberinto. Todo lo que hacemos y pensamos nos confunde y nos trastorna. Somos como un barco en alta mar sin brújula y sin timón. Esa es la vida del que no tiene esperanza. Esa es la vida del que no tiene fe.
Sin embargo, nadie en este mundo tiene que vivir sin fe. Al contrario, la fe es parte natural del ser humano. Nacimos con fe. Nacimos con la capacidad de confiar. Si así no fuera, ningún bebé sobreviviría. La fe es parte de nuestra herencia divina.
¿Qué es entonces lo que nos ocurre? Que con los años y las traiciones, con las mentiras y los artificios, nos volvemos ariscos. Perdemos la candidez. Se nos va la fe. Le tenemos miedo a todo, y nuestra vida entera es un constante huir.
A Dios gracias que esa no tiene que ser nuestra condición. Ninguno de nosotros tiene por qué vivir así. Para cada uno hay un mejor destino que ese. La venida de Jesucristo a este mundo es la solución de Dios para esa condición desesperada del ser humano. Cristo mismo dijo: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28). Si nuestra vida está llena de desasosiego y confusión, busquemos a Cristo. Él es la solución. Él nos está esperando.
Hermano Pablo
«POR CADA MILLA, UN HOMBRE»
Negro y oscuro era el socavón de la mina. «Con luz fosforescente de cocuyos», como decía el poeta Guillermo Valencia, los mineros horadaban el duro vientre de la montaña. Los picos y barrenos hacían saltar pedazos de roca. Y cada minero pensaba en dos cosas: en la familia que dejó arriba, y en el gas metano que en cualquier momento podría escapar.
En efecto, el traicionero gas comenzó a salir. Veinte segundos antes que sonara cualquier alarma, se produjo la explosión. Ciento veintiún mineros murieron quemados en Kozlu, pueblo minero de Turquía, y más de treinta quedaron gravemente heridos. Fue un desastre minero más. «Por cada milla de galería, la vida de un hombre» es la frase muy cierta de los mineros de todo el mundo.
Duro, fatigoso y mal pagado es el trabajo de los mineros. Para ganarse la vida deben bajar a galerías oscuras en las entrañas de la tierra, sin aire y sin luz. Deben hacer trabajo de topos, cavando túneles en busca de metal, o de carbón o de diamantes.
De vez en cuando se produce una explosión, y cientos mueren aplastados por olas de piedra. El 26 de abril de 1942, por ejemplo, se produjo en Honkeiko, China, un desastre minero que cobró la vida de mil quinientos setenta y dos hombres. Fue uno de los más devastadores desastres de los tiempos modernos. De ahí surgió el dicho: «Por cada milla, un hombre.» Es el precio que hay que pagar.
Los mineros han expresado su condición con la frase: «Por cada milla, un hombre», pero hay otras situaciones similares. Podríamos decir: «Por cada copa de licor que expende la destilería, un hombre.» «Por cada sobrecito de polvillo blanco que los traficantes de drogas venden, un hombre.» «Por cada ficha que rueda en el tapete verde, un hombre.» «Por cada aventura amorosa ilícita que afea y ensucia y mancha, un hombre.»
Lo triste es que en cada una de estas situaciones y otras como ellas, no es sólo un hombre el que queda tirado junto al camino. Es el hombre, su esposa, sus hijos, y cuantos más miembros de la sociedad forman parte del caído. Por cada error humano, sólo Dios sabe cuántas almas se balancean suspendidas sobre el abismo de la muerte antes que la débil cuerda, en el momento menos pensado, se corta.
Jesucristo puede rescatarnos de todos esos abismos. Él salva, redime, regenera, y rescata. Entreguémosle nuestra vida. No tenemos que seguir siendo víctimas. Cristo desea redimirnos
Hermano Pablo
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