viernes, 9 de mayo de 2014

UN CAMBIO FENOMENAL

Fue un viaje largo, de trescientos trece días. Y fue un viaje silencioso, sin escalas ni paradas, un viaje que no fue ni por automóvil, ni por barco ni por avión. Fue el viaje que hizo Sergei Krikalev, cosmonauta ruso, en su cápsula espacial. Él nunca pensó que lo que ocurrió durante su vuelo pudiera haber ocurrido.
Cuando bajó de su vehículo en la república soviética de Kazakstan, después de diez meses en el espacio, su país había sufrido un cambio total. La Unión Soviética ya no existía. El comunismo ruso era cosa del pasado. Gorbachev no era más presidente, y en lugar de la bandera roja con la hoz y el martillo, flameaba la tricolor rusa antigua. Hasta su ciudad natal, Leningrado, había cambiado de nombre y ahora se llamaba, como antes, San Petersburgo.
Sergei se sintió mareado, no sólo como reacción natural de plantar pie otra vez en tierra sino, más que todo, por tantos cambios que nadie jamás pudiera haber previsto. El cosmonauta ruso anterior, Musa Manarov, estuvo más tiempo que él en el espacio, trescientos sesenta y seis días, pero durante su ausencia nada cambió. En cambio, durante la ausencia de Krikalev, en sólo diez meses, su mundo había dado un vuelco político total.
¿Cómo reaccionó Krikalev ante un cambio tan súbito y radical? Eso no lo sabemos, pues la agencia de noticias no lo explicó, pero no podemos menos que compararlo con cómo reaccionamos nosotros ante cambios inesperados en nuestra vida.
Todos tenemos situaciones en la vida que, sin la más mínima premonición, nos sorprenden: un diagnóstico médico que es presagio de calamidad; la noticia de un accidente automovilístico que trae consigo informe de muerte; el anuncio del marido, de que otro amor ha desplazado a la esposa; la noticia devastadora de que nuestro hijo ha contraído el SIDA. Tales circunstancias pueden pasarnos a todos. Nadie es tan santo como para que no le ocurran. ¿Cómo reacciona uno ante semejantes situaciones?
Cuando no hay fe, cuando no creemos en un ser superior, cuando no nos hemos relacionado en forma personal y continua con Dios, no nos queda más que una horrible desesperación que nos deja sin ánimo de seguir viviendo.
En cambio, cuando hemos vivido tomados de la mano del Señor, y cuando conocemos lo que es fe segura en la sabiduría y en la providencia divinas, no nos amedrentamos ante el anuncio imprevisto de alguna calamidad. Sí tendremos luchas, pero con Cristo de amigo, seremos más que vencedores.
Hermano Pablo

DESTELLOS DE GLORIA

“Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le entregase, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba, se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido. “

Juan 13:1-5
Me es difícil encontrar en los relatos bíblicos un episodio más revelador de la gloria de Dios en la vida de Jesucristo, fuera de la crucifixión misma, que el lavamiento de los pies a los discípulos.
Cada movimiento del Señor Jesús, al dejar su manto, tomar la toalla, levantar el lebrillo y poner el agua, en silencio y actitud de servicio, cada detalle me viene a la mente como un destello de la gloria de Dios manifestada en un hombre que sabía muy bien quién era, de dónde venía y hacia dónde iba, Dios mismo en la piel de un esclavo.
En la época de Jesús el lavar los pies del amo y de los invitados que llegaban a una casa era una tarea cotidiana reservada al esclavo de más bajo rango, era un signo tan marcado de esclavitud que este oficio, considerado de los más humillantes, estaba reservado sólo a esclavos no judíos.
Por lo general el anfitrión de un lugar se aseguraba de que el servicio de lavado de los pies fuera provisto, sin embargo, en el aposento alto en donde Jesús y los doce iban a tener su cena de Pascua, no había nadie designado para esta tarea.
Podemos especular que los discípulos llegaron al salón donde cenarían, vieron el agua, el lebrillo y las toallas, pero buscaron en vano al sirviente que lavaría sus pies para poder disponerse cómodamente alrededor de la mesa. De todos modos ocuparon sus puestos.
Sin lugar a dudas muchos de ellos, por no decir todos menos Judas el Iscariote, hubieran lavado con gusto los pies del Maestro. Pero hacerse cargo de ese servicio implicaría también lavar los pies del resto de sus pares. El ánimo de los discípulos no daba lugar a tal gesto de inferioridad, exponerse a ser considerado por debajo del resto no tenía cabida en un grupo que desde hacía un tiempo venía ocupando sus mentes y sus corazones con un interrogante para el que parece aún no habían encontrado respuesta satisfactoria: ¿Quién sería entre ellos, de entre los doce del círculo íntimo de Jesús, el más importante?
El evangelio de Lucas nos relata un altercado, una disputa que habían tenido los discípulos poco antes:
“24 Los discípulos tuvieron una discusión sobre cuál de ellos debía ser considerado el más importante. 25 Jesús les dijo: «Entre los paganos, los reyes gobiernan con tiranía a sus súbditos, y a los jefes se les da el título de benefactores. 26 Pero ustedes no deben ser así. Al contrario, el más importante entre ustedes tiene que hacerse como el más joven, y el que manda tiene que hacerse como el que sirve.27 Pues ¿quién es más importante, el que se sienta a la mesa a comer o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que se sienta a la mesa? En cambio yo estoy entre ustedes como el que sirve.” (Lucas 22:24-27)
Definitivamente este no era un buen momento para dejar el manto, tomar el lebrillo, la toalla y lavar los pies de nadie.
Me pregunto qué pensaría Juan el Bautista, que a sí mismo se había declarado indigno de desprender la correa de las sandalias del Hijo de Dios, de este grupo de hombres, afortunados como pocos por poder ser testigos presenciales del cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, privilegiados por recibir de primera mano las enseñanzas del Maestro, destinados a ser los portadores del mensaje de vida y los pilares de la Iglesia de Jesucristo. ¿Qué pasaba con estos hombres que no se estaban atropellando para tomar el lebrillo y ceñirse la toalla?
Muchas veces nos sucede a nosotros hoy en nuestras iglesias, en nuestros ministerios y en nuestras propias familias que nos perdemos el sumo honor de ser serviciales con nuestro Señor, postrarnos ante los pies del dador de la vida, desprender las sandalias de Aquél al que toda autoridad y poder han sido dados, y lavar los pies del Jesús que nos amó primero y que nos amó hasta fin, por no estar dispuestos en ese mismo acto a hacernos siervos de aquellos a los que no consideramos merecedores de nuestro favor.
Que el Señor nos ayude en su gracia infinita a comprender que lo uno va de la mano de lo otro, constituyen una unidad atómica que no puede dividirse. No podemos lavar dignamente los pies del Rey si no estamos dispuestos a lavar los pies del hermano que tenemos a nuestro lado.
El Señor conocía en detalle a sus doce, la inminente traición de Judas y la necesidad apremiante de anclar la humildad en los corazones de sus discípulos.
No los avergüenza, no los reprende, simplemente los ama, como solo sabe amar un Dios que no ha negado ni a su propio Hijo. Se levanta sin decir palabra, deja su manto, toma el lebrillo, ciñe la toalla y lava los pies de sus discípulos.
No hay corte celestial, ni coro de ángeles, ni majestuoso manto, ni cetro, ni corona que expongan de manera más sencilla y simple la gloria de Dios, que pongan más en evidencia los atributos divinos, que el Rey de Reyes, el creador de todas las cosas, el que es Alfa y Omega, postrado ante sus discípulos, lavando sus pies, dándoles ejemplo y amándoles hasta el fin.
“¿Entienden ustedes lo que les he hecho? 13 Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. 14 Pues si yo, el Maestro y Señor, les he lavado a ustedes los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. 15 Yo les he dado un ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo que yo les he hecho. 16 Les aseguro que ningún servidor es más que su señor, y que ningún enviado es más que el que lo envía. 17 Si entienden estas cosas y las ponen en práctica, serán dichosos.” (Juan 13:12-17)

«MAMÁ CANGURO»

Edgar Rey y Héctor Martínez, médicos colombianos, terminaron de hacer el paquete. Contemplaron su obra y se sintieron satisfechos. Era un paquete bien hecho, bien ajustado, obra de varios años de investigación.
No habían empaquetado instrumentos quirúrgicos, ni habían empaquetado drogas ni medicinas. Tampoco habían empaquetado un cadáver para conducirlo al sepulcro. Por el contrario, los doctores Rey y Martínez, ginecólogos de Bogotá, Colombia, habían empaquetado un bebé al pecho de su madre.
Estos médicos desarrollaron una nueva técnica para salvar la vida de los bebés que nacen con muy poco peso, algunos con apenas un kilo. En vez de ponerlos en una incubadora y alimentarlos con soluciones químicas, los ponen junto al pecho de su madre y les dan leche materna. Por eso el método se conoce con el nombre de «mamá canguro». El resultado ha sido asombroso. Los bebés se reponen mucho más rápido y ganan mucho más peso que con el método científico tradicional.
No hay duda de que es un gran logro el método de estos médicos colombianos. Cansados de la ciencia y la tecnología, se propusieron salvar la vida de los bebés por el método natural, el método biológico, más que por el científico metodológico.
No hay mejor calor que el calor de la madre —sostienen ellos—, y no hay mejor alimento que la leche materna; es más, no hay mejor sonido para el bebé recién nacido que el latido del corazón de su madre.
Lo natural siempre será superior a lo artificial, así como lo biológico a lo científico y lo divino a lo humano. Ya lo dice el antiguo proverbio latino: «Aunque expulses a palos la naturaleza, ella regresará una y otra vez.»
Bienvenido este descubrimiento de los doctores Rey y Martínez. Nos ayuda a comprender mejor las leyes espirituales. ¿Cuál es el mejor método para solucionar el primer problema humano, que es el pecado? ¿Los métodos humanos, científicos, o el método natural, divino?
Ni las proposiciones de la sociología, ni las recetas de la psicología ni los argumentos de la filosofía sirven para quitar la carga de pecado del alma humana. Sólo la alivia el método divino.
¿Y cuál es el método divino? Poner todas nuestras culpas sobre Jesucristo, que murió por nosotros en la cruz a fin de ofrecernos gratuitamente la reconciliación con Dios mediante la fe en Él. Ese método es infalible.
Hermano Pablo

miércoles, 30 de abril de 2014

jueves, 24 de abril de 2014

lunes, 21 de abril de 2014

HASTA LA BASURA SIRVE PARA ALGO

Mirar desde la ventana de ese sexto piso era ver un paisaje gris y sombrío. Porque la ventana de ese apartamento daba a un oscuro callejón del barrio de Harlem, Nueva York. Y el callejón era, en sí mismo, un enorme depósito de basura infestado de ratas.
Fue por esa ventana, a treinta metros de altura, que cayó el pequeño Ramal Gentry, de dos años de edad, hijo de Rhonda Gentry. Pero la basura lo recibió blandamente, como los brazos mismos de su madre, y el pequeño no sufrió más que el susto. «Dios y la basura —declaró después la madre— hicieron el milagro.»
Es interesante cómo aquello que tenemos por inservible viene a veces a salvarnos de algún desastre. Se supone que la basura no sirve para nada. Por eso la quitamos de la casa, la metemos en bolsas plásticas o de papel y la llevamos a un basurero. O la dejamos en el sitio indicado para que la recoja la municipalidad.
Las grandes ciudades del mundo recogen cada día millones de toneladas de basura y la llevan lejos, para que no ofenda a nadie. Pero con esa basura se rellenan terrenos baldíos, o se pone la base para nuevos caminos, o se quema y se saca de ella energía.
En el caso del pequeño Ramal, la basura sirvió para salvarle la vida y para que su madre elevara una oración de gratitud a Dios.
En la célebre parábola del hijo pródigo relatada por Jesucristo, se cuenta del joven que vivió perdidamente derrochando toda su herencia. Lo gastó todo hasta que se vio pobre y derrotado, cuidando cerdos y comiendo basura. Pero esa miserable situación sirvió para que el pródigo tuviera una reacción moral, que lo hizo regresar a la casa de su padre y al albergue de la familia.
¿Será posible que nos hallemos hoy en medio de lo que consideramos un montón de basura? Es más, ¿nos consideramos nosotros mismos basura? Quizá la vida nos haya vencido. Quizá los vicios nos tengan derrotados. Quizá nos hallemos quebrantados, amargados, desalentados. Quizá hayamos perdido toda esperanza de recuperación y aun todo deseo de vivir.
Ha llegado entonces el momento de reaccionar. Ha llegado el momento de pedir socorro divino. Ha llegado el momento de confesar, como el hijo pródigo: «He pecado contra el cielo y contra ti» (Lucas15:21). Y clamar: «¡Ayúdame, Señor!» Jesucristo puede sacar a todo ser humano de cualquier basurero, no importa lo grande o maloliente que sea. Basta con que clame a Dios en medio de su dolor. Él sólo espera oír su clamor.
Hermano Pablo

SEPARACIÓN ENTRE IGLESIA Y ESTADO

El juicio estaba llegando a su fin. Toda la evidencia pesaba en contra del acusado. La sentencia de muerte sin duda caería sobre Carlos Chambers. Había matado a una mujer de setenta años para robarle. Seguramente lo condenarían a la cámara de gas.
El fiscal, a fin de reafirmar su tesis, tuvo la ocurrencia de citar la Biblia: «Dios dice que el que derrama sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada.»
Ante esto el abogado defensor pidió que se anulara la sentencia, y el juez se vio obligado a conceder la petición. La ley dictaba que no se podía citar la Biblia para acusar a un hombre. Esto se debía a que en ese país había estricta separación entre Iglesia y Estado. Así que por referirse a la Biblia, el fiscal perdió su caso.
He aquí un caso interesante. Sucede en un país donde ocurren toda clase de argucias jurídicas extrañas, y se presta para una seria reflexión. Un asesino merece la pena de muerte. No debiera haber escape. Pero al citar la Biblia para condenarlo, se ponen en juego tretas jurídicas, y el hombre se salva.
Vale la pena preguntarnos: Al fin de cuentas, ¿en qué se basan las leyes humanas de todos los países del mundo para definir un delito? Si no puede citarse la Biblia en el juicio de un asesino, tampoco debe poder citarse para condenar a un adúltero, o a un mentiroso, o a un ladrón, o a quien sea culpable de cualquier delito.
Los Diez Mandamientos, que se encuentran en el Libro Sagrado, fijan y establecen la moral humana. Si no hubiera Biblia y no existiera ese Decálogo de Moisés, el hombre no tendría ley a la cual sujetarse. ¿Cuál sería el resultado? Se regiría sólo por la violencia y la fuerza. Su única ley sería su propio capricho personal.
En los días previos al diluvio universal, nadie obedecía a nadie. No había ley, no había moral, no había norma de vida. Regía sólo la violencia. Cada uno establecía su propia ley. Fue entonces que Dios envió el diluvio, para comenzar un nuevo pueblo.
Lo cierto es que aunque Dios jamás hubiera mandado a escribir sus mandamientos en tablas de piedra o en ninguna otra parte, el homicidio sería criminal, el adulterio sería inmoral, el robo sería ruin, y todo pecado sería maligno. Lo que no está escrito en tablas de piedra, está escrito en la conciencia humana. Y todos hemos violado la ley de la conciencia.
¿Habrá salvación para el pecador? Sí, la hay, con toda seguridad. Por eso dio su vida Jesucristo en la cruz del Calvario: para pagar el precio de nuestra redención. Podemos acudir a Él. Cristo murió por nuestra maldad. Por eso se llama Salvador. Rindámosle nuestra vida.
Hermano Pablo