martes, 22 de octubre de 2013
EL ARADO ABLANDA
Don Roberto, hombre muy rico, tenía de todo en abundancia. Podía comprar lo que se le antojara. Una tarde tomó en sus brazos a Margarita, su pequeña hija de diez años de edad, y después de juguetear con ella por un momento le preguntó:
—¿Has pensado en lo afortunada que eres por ser hija del hombre más rico de esta ciudad?
—Sí, papá, todos te envidian. ¡Cómo quisieran tener ellos tu felicidad!
Todo le iba bien a don Roberto. Pero la vida tiene sus giros imprevistos, y a los pocos meses Margarita murió en un horrible accidente. Esto era más de lo que Roberto podía sobrellevar, así que se dio a la bebida, al juego y a la vida licenciosa. Con el tiempo perdió todos sus bienes.
Quebrantado de espíritu, dejó la ciudad donde había sido tan popular, y se fue peregrinando en busca de paz y consuelo.
Al pasar por una población, vio que un hombre revolvía el trigo con una gran pala.
—¿Por qué no dejas en paz esos granos? —le preguntó.
—Para que no se pudran —fue la respuesta.
Pasando luego por un campo, vio a otro que araba la tierra con una reja muy aguda.
—¿Por qué cortas tan profundo la tierra? —inquirió.
—Para que sea más blanda, y así se empape bien de lluvia y sol —respondió el campesino.
Mientras pasaba por un viñedo, observó que un obrero cortaba, con tijeras, los sarmientos de las matas.
—Amigo —preguntó Roberto—, ¿por qué atormentas esos sarmientos?
—Para que den una cosecha buena y abundante —contestó el obrero.
Don Roberto se quedó muy pensativo. Caminó hacia la soledad de un bosque cercano, cayó de rodillas, alzó reverentemente los ojos al cielo y exclamó: «¡Señor mío!, yo soy el trigo que has revuelto para que no me pudra. Soy la tierra que has cortado para que me vuelva blando. Y soy el sarmiento que has podado para que dé buen fruto. Ayúdame a someterme a tu mano fuerte para llegar a ser el siervo útil que Tú quieres que sea.»
Don Roberto comprendió que los golpes de la vida producen madurez, fuerza y gracia, y una verdadera paz inundó todo su ser. A pesar de haberlo perdido todo, llegó a comprender que podía ser un hombre verdaderamente feliz.
Feliz es la persona que en medio de la disciplina aprende su lección. La Biblia declara que todas las cosas les ayudan a bien a los que a Dios aman. Pidamos de Dios esa clase de fe, y veremos que cuanto más oscura es la noche, más glorioso es el amanecer. Cristo quiere ser nuestro compañero de viaje en nuestro peregrinaje por este mundo.
Hermano Pablo
miércoles, 16 de octubre de 2013
«¿SERÁ ESTO EL FIN DE TODO?»
El museo atraía un gran número de personas. La atracción eran las figuras de cera que representaban las supuestas etapas evolutivas del hombre desde sus primeras apariciones en el globo terrestre, millones de años atrás. Fue el deleite, al principio, de todos los partidarios de la evolución.
Éstas comenzaban con el famoso australopitecus, el antepasado más primitivo del hombre. Luego, subiendo en la escala de la evolución, estaba el hombre de Neanderthal. Posteriormente, el hombre Cromagnon, y así hasta llegar al Homo Sapiens, una magnífica figura del hombre actual, atlético y buen mozo.
Sin embargo, a partir de ahí las figuras comenzaban a mostrar una declinación alarmante, siendo la etapa final una lápida con la palabra «SIDA», y junto a esa lápida una leyenda que decía: «¿Será esto el fin de todo?» El hombre ha llegado a la cúspide de su desarrollo físico e intelectual, y ahora se comienza a ver una declinación ominosa y fatal.
Lo cierto es que nadie puede negar la existencia del mal. Como prueba tenemos las cárceles, los manicomios y los hospitales. Cada día hay más estafas, más escándalos financieros, más desfalcos industriales. Y hay cada vez más gente en los consultorios psiquiátricos, más matrimonios destruidos, más abortos, más divorcios y más tumbas para jóvenes, todavía en la primavera de su vida.
A todo esto, y siempre en aumento, se ha sumado la plaga máxima, el SIDA, enfermedad mortal estrechamente relacionada con el desenfreno sexual. Con razón el museo de cera hace la pregunta: «¿Será esto el fin de todo?»
No obstante, ni el SIDA ni ninguna otra calamidad universal pueden ser el fin de todo. Es que el hombre no es producto de la evolución; es creación de Dios. Y a pesar de que el hombre ha optado por hacer caso omiso de las leyes morales y espirituales de Dios, trayendo sobre sí todos los males de la familia humana, Dios tiene un plan para cada uno, y el que se someta a su divina voluntad no tiene que sufrir el fin fatal que presagia el museo.
Dios no quiere el aniquilamiento de la humanidad. Él no la creó para que se destruya a sí misma, sino para que triunfe. Él quiere verla en victoria aquí sobre esta tierra y en su traslado a la gloria eterna. Para eso vino Jesucristo al mundo: para traer redención y vida eterna. Creamos en Jesucristo y recibamos esa vida eterna gratuita, perfecta y segura. Entreguémosle nuestra vida a Cristo.
Hermano Pablo
martes, 15 de octubre de 2013
viernes, 11 de octubre de 2013
ÍDOLOS
“Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida.”
Proverbios 4:23
Cuando escuchamos la palabra “ídolo” los cristianos inmediatamente evocamos al becerro de oro que el pueblo de Israel se hizo en ausencia de Moisés durante su peregrinación por el desierto. También pensamos en el paganismo y su adoración a dioses falsos; el culto a las cosas creadas por Dios, los astros, la naturaleza misma.
Muchos nos han advertido del dios de este siglo: el dinero y nos han inculcado no rendirnos ante él sino buscar el verdadero valor de las cosas en lo simple y sencillo, en lo despreciado y dejado de lado.
La definición de ídolo en su concepto más amplio incluye a todo aquello que ocupe el lugar de Dios.
Los profetas del Antiguo Testamento denunciaron enérgicamente siglo tras siglo cualquier actitud del pueblo de Dios que lo llevara a depositar su afecto o su confianza en algo distinto del Señor.
La Biblia nos relata como las grandes potencias de la época: Asiria, Egipto, Babilonia, se habían convertido de manera sutil en dioses e ídolos para Israel, pues veían en ellos, y en las alianzas estratégicas que podían pactar, la seguridad, la protección y la provisión que no estaban dispuestos a esperar del Dios verdadero.
Los objetos de nuestra idolatría, es decir aquello en lo que depositamos nuestra confianza y de quien esperamos recibir algo anhelado carecen de carácter divino en sí mismos, constituyen realidades neutrales, indiferentes. Adquieren su carácter de ídolo a partir de la actitud del corazón del hombre, que les atribuyen características que sólo le pertenecen a Dios.
¿Quién otro sería el sustentador de Israel, el protector, la roca firme, el refugio sino el mismo que los sacó de Egipto? Si el pueblo podía salir airoso de la dificultad presente la atribuirían entonces a la intervención de otros “dioses”, no a la del Señor. Tal necedad tuvo un alto precio para Israel.
¿Qué cosas ocupan hoy el lugar de Dios en tu vida? ¿Cuál es tu punto de apoyo y lugar de refugio? ¿Cuáles son tus alianzas estratégicas? ¿Tal vez un nuevo socio comercial, tu carrera universitaria, un nuevo trabajo, un médico y su nueva medicina, la asignación de un crédito, el esposo ideal para compartir la vida, la llegada de un hijo que se demora? En otras palabras, ¿en dónde tienes puesto tu corazón?
Hagamos una clara distinción entre cosas y situaciones, neutrales en sí mismas, de la actitud del corazón humano que las convierte en ídolos.
No hay nada de malo en expandir tu negocio, en elegir y seguir una carrera universitaria, desear un nuevo trabajo, paliar la enfermedad del cuerpo con las posibilidades que brinda la ciencia médica, tomar un crédito responsable para construir la vivienda familiar o iniciarse comercialmente, tampoco en buscar un compañero para la vida y anhelar la llegada de un hijo. Pues en todas estas cosas, de maneras diferentes para cada uno, podemos glorificar, alabar y servir a Dios. Pero seamos astutos en vigilar constantemente las intenciones de nuestro corazón, la actitud de fondo, muchas veces inconsciente y escondida que hace que estas cosas, ni buenas ni malas, se conviertan en el depósito de nuestra seguridad y confianza, se erijan en ídolos que tarde o temprano demandarán de nosotros sus víctimas y ofrendas.
Los dioses no existen, es el corazón del hombre el que les da vida.
“Lo que entra por la boca del hombre no es lo que lo hace impuro. Al contrario, lo que hace impuro al hombre es lo que sale de su boca.”
Mateo 15:11
martes, 24 de septiembre de 2013
CUANDO SE HA ESFUMADO TODA ESPERANZA
Los síntomas eran los clásicos: sudores nocturnos, escalofríos, decaimiento, tos seca, y filamentos de sangre en la saliva. Orlando Vásquez, joven de treinta y dos años de edad, de Córdoba, Argentina, no sabía qué enfermedad tenía.
Lo cierto es que Orlando sufría la enfermedad que había sido mortal en las primeras décadas del siglo veinte y que se creía que ya había sido erradicada. Su médico, el doctor Ramírez, tuvo que declararle a Orlando la triste verdad: «Usted, señor, tiene tuberculosis.» Pero en el caso de Orlando el diagnóstico era fatal, porque la enfermedad había reaparecido acompañada de una terrible hermana: el SIDA.
Vivimos en un mundo cuya atmósfera está llena de gérmenes y virus. Si no es la influenza que nos debilita, es algún tumor que amenaza ser canceroso. Para Orlando Vásquez fue esa combinación ominosa y mortal de tuberculosis y SIDA. Así es esta vida.
¿Qué hace una persona cuando el último recurso se le ha esfumado? Si es impetuosa y emocional, podría hasta enloquecerse. Si es una persona pragmática, que todo lo analiza, podría volverse escéptica e indiferente. ¿Qué esperanza tiene el ser humano ante los golpes irreversibles de la vida?
Si no hemos experimentado la pérdida de la última gota de esperanza, lo más probable es que ni siquiera se nos ha ocurrido estudiar cómo reaccionaríamos ante una desgracia así. Pero ninguno de nosotros sabe cuándo podrá caer víctima de alguna calamidad. ¿Habrá alguna preparación para las fatalidades de la vida?
Sí la hay. Cuando sabemos que esta vida aquí en la tierra es sólo una pequeñísima parte de la existencia y que nos pertenece toda la eternidad que nos espera, las cosas de este mundo pierden su trascendencia. La dicha se vuelve relativa, y la amargura, inconsecuente. Sabemos que este mundo no es nuestro hogar. Estamos aquí sólo de paso.
Ese conocimiento produce tanta paz que soñamos acerca del día en que estaremos para siempre con el Señor, libres de esta atadura terrestre.
¿Cómo podemos tener esa esperanza? Jesucristo dijo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Los que le hemos pedido a Cristo que sea Señor y Dueño de nuestra vida tenemos, ya, asegurado el cielo. Hagamos de Cristo el Señor de nuestra vida, y la seguridad de la gloria eterna será nuestra.
Hermano Pablo
Suscribirse a:
Entradas (Atom)