martes, 15 de octubre de 2013

viernes, 11 de octubre de 2013


ÍDOLOS

“Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida.”
Proverbios 4:23

Cuando escuchamos la palabra “ídolo” los cristianos inmediatamente evocamos al becerro de oro que el pueblo de Israel se hizo en ausencia de Moisés durante su peregrinación por el desierto. También pensamos en el paganismo y su adoración a dioses falsos; el culto a las cosas creadas por Dios, los astros, la naturaleza misma.

Muchos nos han advertido del dios de este siglo: el dinero y nos han inculcado no rendirnos ante él sino buscar el verdadero valor de las cosas en lo simple y sencillo, en lo despreciado y dejado de lado.

La definición de ídolo en su concepto más amplio incluye a todo aquello que ocupe el lugar de Dios.

Los profetas del Antiguo Testamento denunciaron enérgicamente siglo tras siglo cualquier actitud del pueblo de Dios que lo llevara a depositar su afecto o su confianza en algo distinto del Señor.

La Biblia nos relata como las grandes potencias de la época: Asiria, Egipto, Babilonia, se habían convertido de manera sutil en dioses e ídolos para Israel, pues veían en ellos, y en las alianzas estratégicas que podían pactar, la seguridad, la protección y la provisión que no estaban dispuestos a esperar del Dios verdadero.

Los objetos de nuestra idolatría, es decir aquello en lo que depositamos nuestra confianza y de quien esperamos recibir algo anhelado carecen de carácter divino en sí mismos, constituyen realidades neutrales, indiferentes. Adquieren su carácter de ídolo a partir de la actitud del corazón del hombre, que les atribuyen características que sólo le pertenecen a Dios.

¿Quién otro sería el sustentador de Israel, el protector, la roca firme, el refugio sino el mismo que los sacó de Egipto? Si el pueblo podía salir airoso de la dificultad presente la atribuirían entonces a la intervención de otros “dioses”, no a la del Señor. Tal necedad tuvo un alto precio para Israel.

¿Qué cosas ocupan hoy el lugar de Dios en tu vida? ¿Cuál es tu punto de apoyo y lugar de refugio? ¿Cuáles son tus alianzas estratégicas? ¿Tal vez un nuevo socio comercial, tu carrera universitaria, un nuevo trabajo, un médico y su nueva medicina, la asignación de un crédito, el esposo ideal para compartir la vida, la llegada de un hijo que se demora? En otras palabras, ¿en dónde tienes puesto tu corazón?

Hagamos una clara distinción entre cosas y situaciones, neutrales en sí mismas, de la actitud del corazón humano que las convierte en ídolos.

No hay nada de malo en expandir tu negocio, en elegir y seguir una carrera universitaria, desear un nuevo trabajo, paliar la enfermedad del cuerpo con las posibilidades que brinda la ciencia médica, tomar un crédito responsable para construir la vivienda familiar o iniciarse comercialmente, tampoco en buscar un compañero para la vida y anhelar la llegada de un hijo. Pues en todas estas cosas, de maneras diferentes para cada uno, podemos glorificar, alabar y servir a Dios. Pero seamos astutos en vigilar constantemente las intenciones de nuestro corazón, la actitud de fondo, muchas veces inconsciente y escondida que hace que estas cosas, ni buenas ni malas, se conviertan en el depósito de nuestra seguridad y confianza, se erijan en ídolos que tarde o temprano demandarán de nosotros sus víctimas y ofrendas.

Los dioses no existen, es el corazón del hombre el que les da vida.

“Lo que entra por la boca del hombre no es lo que lo hace impuro. Al contrario, lo que hace impuro al hombre es lo que sale de su boca.”
Mateo 15:11

martes, 24 de septiembre de 2013

CUANDO SE HA ESFUMADO TODA ESPERANZA

Los síntomas eran los clásicos: sudores nocturnos, escalofríos, decaimiento, tos seca, y filamentos de sangre en la saliva. Orlando Vásquez, joven de treinta y dos años de edad, de Córdoba, Argentina, no sabía qué enfermedad tenía.
Lo cierto es que Orlando sufría la enfermedad que había sido mortal en las primeras décadas del siglo veinte y que se creía que ya había sido erradicada. Su médico, el doctor Ramírez, tuvo que declararle a Orlando la triste verdad: «Usted, señor, tiene tuberculosis.» Pero en el caso de Orlando el diagnóstico era fatal, porque la enfermedad había reaparecido acompañada de una terrible hermana: el SIDA.
Vivimos en un mundo cuya atmósfera está llena de gérmenes y virus. Si no es la influenza que nos debilita, es algún tumor que amenaza ser canceroso. Para Orlando Vásquez fue esa combinación ominosa y mortal de tuberculosis y SIDA. Así es esta vida.
¿Qué hace una persona cuando el último recurso se le ha esfumado? Si es impetuosa y emocional, podría hasta enloquecerse. Si es una persona pragmática, que todo lo analiza, podría volverse escéptica e indiferente. ¿Qué esperanza tiene el ser humano ante los golpes irreversibles de la vida?
Si no hemos experimentado la pérdida de la última gota de esperanza, lo más probable es que ni siquiera se nos ha ocurrido estudiar cómo reaccionaríamos ante una desgracia así. Pero ninguno de nosotros sabe cuándo podrá caer víctima de alguna calamidad. ¿Habrá alguna preparación para las fatalidades de la vida?
Sí la hay. Cuando sabemos que esta vida aquí en la tierra es sólo una pequeñísima parte de la existencia y que nos pertenece toda la eternidad que nos espera, las cosas de este mundo pierden su trascendencia. La dicha se vuelve relativa, y la amargura, inconsecuente. Sabemos que este mundo no es nuestro hogar. Estamos aquí sólo de paso.
Ese conocimiento produce tanta paz que soñamos acerca del día en que estaremos para siempre con el Señor, libres de esta atadura terrestre.
¿Cómo podemos tener esa esperanza? Jesucristo dijo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Los que le hemos pedido a Cristo que sea Señor y Dueño de nuestra vida tenemos, ya, asegurado el cielo. Hagamos de Cristo el Señor de nuestra vida, y la seguridad de la gloria eterna será nuestra.
Hermano Pablo

AMOR FRAUDULENTO


 „En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros.” I Juan 3:16a (RV)

La traducción de la versión de la Biblia Reina Valera de este versículo de la primera carta del apóstol Juan es especial en cuanto nos descubre una verdad acerca del amor que muchas veces ignoramos.

“En esto hemos conocido el amor…” apunta a nuestra incapacidad de discernir o conocer el verdadero amor sino es por iniciativa y revelación de Dios mismo. Y el conocimiento del amor como Dios lo conoce nos es manifestado a los hombres en un acto sublime y cargado de significación como ningún otro realizado antes o después en la historia de la humanidad: “en que él (Jesucristo) dio su vida por nosotros.”

El mismo Juan nos sigue diciendo más adelante: “El amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo, para que, ofreciéndose en sacrificio, nuestros pecados quedaran perdonados.” I Juan 4:10 (DHH)

Una vez más vemos que el amor como Dios lo conoce no es producto del corazón de ningún hombre, sino que tiene su origen en el seno del propio Dios. Antes del amor de Dios, el ser humano no es capaz de generar ni albergar amor alguno. Juan lo deja bien claro: el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó a nosotros.

Esto evidencia una diferencia insalvable entre el amor que puede profesar el ser humano en contra posición con el amor de Dios. Ninguna expresión de cariño o afecto humano se compara con el entendimiento que Dios tiene de su amor, un amor no teórico sino total y plenamente expresado en la vida y obra del Señor Jesús. Casi que instintivamente nos asalta la pregunta: ¿Puede hacer el hombre ejercicio de algún tipo de amor fuera del amor con el que Dios nos ama?

El autor Jack Scott* es mucho más categórico en su afirmación, declara que el verdadero amor comienza con lo que Dios hizo por nosotros por medio de Jesucristo. Y sabiamente sostiene que el amor que no proviene de la comprensión de que Dios nos amó primero no es un amor según el entendimiento de Dios sino un amor fraudulento.

Fraudulento en menoscabo del hombre mismo, del que lo da y del que lo recibe, aunque pueda resultar duro de digerir es totalmente compatible con el concepto bíblico de amor y con el concepto bíblico de la naturaleza del corazón del hombre. (“Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” Jeremías 17:9)

Un amor que no proviene de un corazón en paz con Dios dista mucho del amor verdadero. El amor que se declara desinteresado pero tiene raíces netamente egoístas nunca puede ser un amor conforme a la justicia de Dios. Sólo aquel amor puesto en perspectiva de quienes éramos y de quienes hemos sido hechos gracias a la cruz de Cristo aspira con mayores chances a acercarse a la medida del amor de Dios.

Quien se sabe amado por Dios y corresponde a ese amor posee un amor que sabe mirar con misericordia, porque la ha experimentado en carne propia, un amor que se sabe inmerecido y que como tal no se retacea sino que se da con la misma generosidad con la que se lo ha recibido. Dispone de un amor bondadoso, sin lugar para el orgullo porque no es suyo sino dádiva de quien nos amó primero. Un amor sufrido, que todo lo soporta, que todo lo espera y que todo lo cree (I Corintios 13:7).

Amamos porque Dios nos amó primero ¡o no amamos en absoluto!

Y la Palabra de Dios lo confirma sin vacilaciones: “Nosotros amamos, porque él nos amó primero.” I Juan 4:19

Para poder amar verdaderamente debes sentirte primero amado por Dios. Si aún no has experimentado el amor de Dios en tu vida, escríbenos, queremos ayudarte a descubrir ese amor para ti.

*Jack B. Scott, El Plan de Dios en el Nuevo Testamento, Las Epístolas de Juan.

lunes, 23 de septiembre de 2013

LA FE MOVEERA MONTAÑAS

Una noche de estas, un hombre leyó en su Biblia lo siguiente: “Si tuvieres fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí, y se pasará; y nada os será imposible” Mateo 17:20. Después de leerlo, recordó que detrás de su casa había una montaña, cerró los ojos y dijo: “!!Montaña yo te ordeno que te quites!!”, después se acostó. A la mañana siguiente despertó rápidamente y abrió la ventana y vio que la montaña aún estaba en su lugar, y dijo: “yo sabía que no se iba a quitar”.
Ese mismo día el hermano de ese hombre, leyó el mismo pasaje de la Biblia, y se fijó por la ventana y vio la montaña. Se acercó a su ventana y dijo: “!!Montaña te ordeno que te quites de ahí!!, y se acostó tranquilamente. A la mañana siguiente despertó, fue a su ventana y vio que la montaña estaba en su lugar y dijo: “yo no sé quién puso esa montaña ahí, porque yo la quité anoche!!.
La fe siempre va acompañada de seguridad. Seguridad y confianza de que las cosas ocurrirán bajo el poder y el tiempo del Señor.  Fe es creer que ocurrirá, lo que Él nos ha prometido y que aún no vemos y sin importar las circunstancias.  Fe es esperar en Él y no tener duda alguna de que él cumplirá.

jueves, 19 de septiembre de 2013