martes, 21 de mayo de 2013
VIOLENCIA FAMILIAR
Eran tres niños, hermanitos los tres, de seis, siete y ocho años de edad. Con ojos aterrorizados y temblando de miedo, no podían dejar de mirar. ¿Qué estaban mirando? Veían cómo su padre le daba una paliza brutal a su madre. La escena la describe un diario de América Latina.
El hombre enfurecido, a la vista de sus tres hijitos, golpeaba brutalmente a su esposa. ¿Cuál era la causa? Nadie sabe. Los niños sólo decían: «Papá estaba muy enojado.» Pero una palabra lo describe todo: violencia.
La violencia doméstica, aunque en la vida diaria no es nada nuevo, en las crónicas de los diarios y en los tribunales sí lo es. Es algo que ha recrudecido en las últimas décadas. Y esta crónica nos obliga a tocar dos puntos: la violencia entre padres, y su efecto en los hijos.
Algunos dicen que la violencia familiar la incita la familia misma, pero eso es ver el asunto de una manera superficial. La violencia nace en el corazón. Está adentro de uno como lo estaba en el corazón de Caín, y sólo necesita una muy pequeña provocación para estallar.
Decimos que es culpa de la mujer, o de los hijos, o del jefe o de otro, pero no lo es. Procede del corazón herido y confundido que vierte su frustración sobre los que están más cerca. Cuando el tronco está malo, todo el árbol lo está. Cuando el corazón vive en amargura, la persona en la que late reacciona con violencia.
¿Y qué de los hijos? No hay nada en todo el mundo que frustre y confunda y atemorice más al niño que ver a sus padres peleándose, especialmente cuando son encuentros violentos. Y si la criatura tiene dos, tres o cuatro años de edad, esos disgustos tienen efectos desastrosos que afectan toda su vida. Un sociólogo investigador dijo: «Cuanto más violenta es la pareja, de las que hemos entrevistado, más violentos son los hijos.» Por cierto, la violencia en los padres viene de la violencia en los progenitores de ellos.
¡Cuánto necesitamos paz y tranquilidad en nuestro corazón! ¡Cuánto necesitamos al Príncipe de paz! Y ese Príncipe de paz existe. Es Jesucristo, el Hijo de Dios. Él dijo: «La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden» (Juan 14:27).
Entreguémosle nuestro corazón a Cristo. Si el enojo ha sido nuestra debilidad, hagamos una sincera declaración de humilde arrepentimiento. Cristo conoce nuestra intención y Él quiere ayudarnos. Permitámosle entrar en nuestro corazón. Él nos renovará en lo más profundo de nuestro ser.
Hermano Pablo
jueves, 16 de mayo de 2013
MATEO 12:37
Todo el mundo tendremos un juicio, creyentes y no creyentes, el juez será Dios; así que cuidado con tus palabras porque puedes engañar a cualquier persona con tus palabras pero jamás podrás engañar a Dios, pues él no puede ser engañado. También me dice que por mis palabras seré juzgado no por las palabras de otra persona porque a veces queremos justificarnos con otra persona poniendo en su boca lo que hemos dicho nosotros. Y una cosa más quiero decir que Dios no condena a nadie, nosotros mismos nos condenamos.
miércoles, 15 de mayo de 2013
ESTADO DE MENDICIDAD
Kevin Barry salía a trabajar todos los días, ya fuera invierno o verano, o ya hiciera frío o calor. No descansaba ni domingos ni días feriados. Es que Kevin era un mendigo. Aquel hombre de cuarenta y cuatro años de edad se mantenía pidiendo limosna por las calles.
Lo interesante del caso es que Kevin comenzó a recibir una jubilación por incapacidad laboral, pero la dependencia del estado que administraba esos asuntos determinó que desde esa fecha el dinero que Kevin recibía en la calle se consideraría «donativos». Según los funcionarios estatales, aquellas entradas a modo de limosna ascendían a una suma de dinero tal que obligaba que se le redujera su jubilación por incapacidad.
Así es de compleja la vida moderna. En estos tiempos, para tener pan para comer, ropa para vestir y casa en la cual vivir, hay que tener mucha habilidad y mucha iniciativa. Será por eso que hay tantos «profesionales de la adulación», «profesionales del delito» y «profesionales de la mendicidad».
No se puede negar que estamos viviendo en tiempos difíciles. Sólo unos cincuenta años atrás nuestro trabajo tenía que ver con la tierra. Había ciertamente muchos pueblos, pero la gran mayoría de las personas se abastecían de lo que la tierra producía.
Hoy en día nos hemos volcado hacia las grandes ciudades, y ellas no dan lo suficiente para tanta afluencia de gente. De ahí que nos estemos volviendo «profesionales en el delito»: en el fraude, en la estafa, en el contrabando y en la prostitución, y hasta en la mendicidad.
¿Habrá alguna solución? En cuanto al crimen, hay que combatirlo con toda la fuerza de la ley. En cuanto a la pobreza, recordemos que de no ser por la gracia de Dios, todos podríamos ser pobres. Algún día tendremos que dar cuenta de la dureza de nuestro corazón. Es hasta probable que nuestros propios hijos exijan una explicación. Pero en el sentido espiritual, todos somos mendigos.
Jesucristo contó la siguiente parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo, y el otro, recaudador de impuestos. El fariseo se puso a orar consigo mismo: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como otros hombres —ladrones, malhechores, adúlteros— ni mucho menos como ese recaudador de impuestos. Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que recibo.” En cambio, el recaudador de impuestos, que se había quedado a cierta distancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!” Les digo que éste, y no aquél, volvió a su casa justificado ante Dios» (Lucas 18:10-14).
Ante Dios, todos somos mendigos espirituales. Pongamos a un lado nuestra vanidad. Digamos, como el recaudador de impuestos: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!» De hacerlo así, Cristo nos rescatará de nuestra mendicidad espiritual, y nos dará paz en esta tierra y una herencia incorruptible en el cielo.
Hermano Pablo
martes, 7 de mayo de 2013
EL DRAMA DE MARÍA
María era una bella niña de dieciséis años de edad que vivía en una de las grandes ciudades de América Latina. Una tarde ella regresó de la escuela a su casa con una honda pena. Sus padres habían salido, pero eso le era un alivio, porque la preocupación que María traía era un embarazo. A esa temprana edad María estaba embarazada y no sabía qué hacer.
Angustiada hasta más no poder, tomó una resolución drástica. Con un alambre retorcido, ella misma se hizo un aborto. Pero sufrió una fuerte hemorragia y tuvo que internarse en el hospital.
¿Qué es esto? Es el drama de cientos de miles de muchachas que como María, en plena edad juvenil —en la edad de los estudios, de los amigos y de los primeros bailes— tienen un tropiezo. Y como la naturaleza no perdona, ese tropiezo se convierte en un embarazo no deseado. Ahí comienza el drama.
¿Cómo detener esa marea creciente de embarazos juveniles? ¿Cómo curar las profundas heridas que produce? ¿Cómo ser un orientador para las jóvenes que enfrentan, todos los días, la insistencia de muchachos que no saben lo que hacen, o las inclinaciones naturales que esas jóvenes no comprenden?
Se ofrecen muchas soluciones, pero ninguna de ellas es, de veras, una solución eficaz. Todas tratan el síntoma y no la causa.
La raíz de esta tragedia es una combinación del despertar de apetitos naturales, y una sociedad dada a la inmoralidad desenfrenada que los padres les pasan a los hijos. Esto explica la degradación de nuestra sociedad.
Si hacemos caso omiso de Dios, no podemos menos que sufrir las consecuencias, y éstas producen desprecio por todo lo moral y lo puro. Por un lado somos víctimas de inclinaciones pecaminosas heredadas de la caída de nuestros primeros padres, y por el otro tenemos la flojera moral de nuestra sociedad, que ofrece un ambiente propicio para vivir en el pecado. Con razón nos estamos hundiendo.
¿Cuál es la solución? Dios. Dios en el corazón. Dios en la vida. Dios en la familia. Dios en la sociedad. El día en que toda la raza humana obedezca los mandamientos morales de Dios, habrá paz en este mundo.
¿Cómo llegamos a conocer a Dios? Por medio de su Hijo Jesucristo. Sólo tenemos que abrirle nuestro corazón y darle entrada. «Mira que estoy a la puerta y llamo —dice el Señor—. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo» (Apocalipsis 3:20). Esa es la única solución.
Hermano Pablo
jueves, 2 de mayo de 2013
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