lunes, 4 de febrero de 2013
HEBREOS 4:12
Porque la palabra de Dios tiene vida y poder. Es más cortante que cualquier espada de dos filos, y penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta lo más íntimo de la persona; y somete a juicio los pensamientos y las intenciones del corazón.
Desde el Genesis hasta el Apocalipsis.
RESCATE Y VUELTA A LA VIDA
Un domingo, cuando la familia Desmore terminaba su frío paseo a la
isla Kodiak y su pequeña embarcación los llevaba de regreso a la Bahía
Larson en Alaska, sufrieron un percance. El barco se hundió con Misty,
de tres años, una prima, su madre y su abuelo. Los guardacostas
pudieron salvar a la madre y a la prima de Misty, pero el abuelo,
Archie, de cincuenta años, murió de hipotermia.
Las esperanzas de los esforzados guardacostas no eran muy
alentadoras en cuanto a la pequeña Misty, a quien no encontraban, y el
tiempo transcurría en forma amenazante. Por fin hallaron a la niña, que
flotaba boca abajo en las heladas aguas del Pacífico Norte. Misty
había dejado de respirar hacía casi cuarenta minutos.
El doctor Marty, médico de los guardacostas, personalmente
succionó casi un litro de agua marina salobre de los pulmones de la
niña. En unión de su ayudante, le aplicó la respiración artificial
hasta que ella comenzó a respirar por cuenta propia. Fue así como Misty
se reanimó casi milagrosamente, y recibió cuidados intensivos en el
Hospital Providence de Anchorage.
Es asombroso el increíble rescate y la milagrosa vuelta a la vida
de una pequeña de tres años que prácticamente estuvo muerta a merced de
las frías aguas del Pacífico. Así como Misty flotaba sin ninguna
esperanza, el hombre actual se encuentra vagando en un frío océano,
ahogado por la culpa de sus faltas. Por sus propios medios jamás
logrará salvarse. Pero su Creador ya hizo todo lo necesario para
rescatarlo. Jesucristo vino para pagar el precio de la culpa humana y
quitarnos la carga que nos mantiene muertos en nuestros propios
delitos. Al igual que el médico de los guardacostas que le aplicó la
respiración artificial a la pequeña Misty, Cristo nos llena de su
aliento divino —el Espíritu Santo— para que volvamos a la vida, a una
existencia con sentido, llena de su cuidado y de su amor.
Si sentimos que ya no podemos respirar libremente, que estamos
muertos en el interior, y reconocemos que el único que puede
reanimarnos es Dios, es hora de que se produzca una verdadera y
milagrosa resurrección en nuestra vida.
Dios envió a su Hijo Jesucristo al mundo para rescatarnos, dando
su vida como precio por nuestra libertad. Aceptemos el perdón que nos
ofrece y el aliento de vida eterna.
Hermano Pablo
LUZ VERDE
Hace un tiempo atrás fui protagonista de un accidente de tránsito, tan inesperado como súbito.
Cruzábamos con nuestro vehículo la intersección de dos avenidas con la luz verde del semáforo cuando de manera inesperada fuimos embestidos lateralmente por un auto que atravesaba el mismo cruce, pero con luz roja. Nuestro auto comenzó a dar trompos y terminó chocando contra un semáforo. Gracias a Dios todos los involucrados resultamos ilesos.
En ese momento en que uno se queda sin palabras, solo podían escucharse las voces de las personas que se acercaban a brindar su ayuda o a ofrecerse como testigos del accidente a nuestro favor.
Luego de unos días, la imagen de ese choque volvió a mi mente, pero no como algo traumático, sino como una enseñanza.
Muchas veces vivimos situaciones inesperadas que nos golpean y nos desconciertan, nos esforzamos cada día por andar en el camino correcto y de repente suceden imprevistos que intentan descolocarnos. No siempre esos golpes están relacionados con lo material o lo físico, pues podemos también ubicarlos cómodamente en el área de las relaciones interpersonales.
Cuando andamos con luz verde, es decir, procurando vivir conforme a la Palabra de Dios y tratando de agradarle a Él en todo, Él defiende nuestra causa sin que nosotros tengamos que hacer nada. Así como en el ejemplo del accidente los testigos atestiguaron a nuestro favor porque circulábamos correctamente, también hay personas a nuestro alrededor que observan nuestro andar íntegro.
Hacer lo correcto siempre trae paz y bendición.
Pa tricia Götz
viernes, 1 de febrero de 2013
miércoles, 30 de enero de 2013
viernes, 18 de enero de 2013
SU ÚLTIMO MENSAJE
—Estoy sumamente deprimido —dijo Ricardo Leiva a sus compañeros de trabajo—. Estoy tan deprimido que ni siquiera siento dolor.
Y puso el brazo sobre la llama abierta de una cocina de gas.
Al mediodía pidió permiso en el trabajo para ir a su casa. Como no regresó en la tarde, el jefe lo llamó por teléfono.
Este es Ricardo Leiva —contestó una voz doliente y apagada.
Pero era una grabadora.
—He decidido acabar con mi vida —siguió diciendo el mensaje
grabado—. La vida me ha consumido. He tomado catorce pastillas en los
últimos cuarenta minutos. Si eso falla, usaré mi pistola 45.
Cuando la policía abrió la puerta de su casa, Ricardo estaba muerto. Pero su teléfono seguía contestando:
—Este es Ricardo Leiva...
He aquí otro que se suma a lo que ha llegado a ser una interminable lista de suicidas.
Ricardo Leiva era un ingeniero electrónico que llevaba cinco años
trabajando en la misma empresa. Vivía bien. Tenía pocos amigos, es
cierto, pero en su trabajo se llevaba bien con todos. De pronto entró
en una profunda depresión, y no encontró más recurso que catorce
pastillas somníferas y el tiro de una pistola.
¿Qué lo llevó a esa extrema resolución? Conjeturas hay muchas,
pero hay una sola causa básica, que siempre es la misma. Esa causa
básica es la falta de fe. No es la falta de religión. Lo cierto es que
los suicidas suelen tener religión. Suelen ir mucho a la iglesia.
Muchos, incluso, le piden perdón a Dios por lo que van a hacer. En sus
notas de suicidio dicen con frecuencia: «¡Que Dios me perdone!»
Religión tienen. Lo que no tienen es fe, fe verdadera y comunión
constante y viva con Cristo, fuente de vida espiritual. Por eso viven
propensos a las depresiones y a las desilusiones de la vida.
Todo el que está siendo invadido por alguna depresión y por la
tentación de quitarse la vida, sepa que hay un Dios que lo ama
profundamente. Él lo trajo a este mundo para vida, no para muerte. La
fe viva en Cristo, en su omnipotencia, en su amor, le traerá la paz que
disipará esa depresión. Apártese ahora mismo en algún lugar donde
pueda estar solo, y en la forma más sencilla posible, dígale a Dios en
tantas palabras: «Te necesito, Señor. Ayúdame, por favor. Yo me someto a
tu voluntad. Entra a mi corazón y tráeme tu paz.»
Si hablamos así con Dios, Él corresponderá a nuestro clamor.
Hagámoslo ahora mismo. No esperemos. Pidamos con fe y seguridad al
Creador de todo lo que existe. Él vendrá en nuestro auxilio, y la
depresión se alejará de nosotros.
Hermano Pablo
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