sábado, 16 de abril de 2011

DEJA QUE TU LUZ BRILLE

Una pequeña niña se encontraba entre un grupo de personas, que eran guiadas en una excursión por una gran catedral. Mientras el guía daba explicaciones sobre las diversas partes de la estructura, el altar, el coro, la mampara y la nave principal, la atención de la pequeña estaba enfocada en una vidriera de colores.

Estuvo por largo tiempo, considerando en silencio la ventana. Al elevar la vista hacia las figuras que formaban parte del vitral, su rostro fue bañado en un arco iris de colores cuando el sol de la tarde inundó el ala cruciforme de la inmensa catedral.

Cuando el grupo se preparaba para continuar la gira, la niña se llenó de valentía y preguntó al guía: “¿Quiénes son las personas que están en ese vitral tan hermoso?
-Esos son los santos” -respondió aquel.

Esa misma noche, mientras la niña se alistaba para acostarse, le dijo a su madre con orgullo:

-Sé quiénes son los santos.
-¿Lo sabes? -respondió la madre. ¿Y me podrías decir quiénes son?
Sin vacilar la niña respondió:

- ¡Son las personas que dejan que la luz brille a través de ellas!
¿Estas permitiendo que la luz del Señor brille a través de tí?

Hemos sido llamados a compartir la luz de Jesús en un mundo de tinieblas. Como rayos de luz que atraviesan el pesimismo y la oscuridad, podemos llevar esperanza y ánimo.

Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. —Mateo 5:16

OBREROS INVISIBLES

Lectura: Romanos 12:1-10.
"En un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función" Romanos 12:4
Mientras me arreglaba las uñas, comencé a sentir lástima de mi mano derecha. Esta hace la mayor parte del trabajo, pero la izquierda es la que más atención recibe. Con delicadeza, mi derecha aplica esmalte a las uñas de la izquierda, pero esta, al carecer de habilidad y coordinación, no le devuelve el favor. El esmalte de la derecha está siempre corrido y hecho un desastre. Una mano hace el mejor trabajo, pero la otra recibe todo el cuidado y la consideración.
Mientras trabajaba, mis pensamientos se centraron en algo mucho más importante: los miembros de mi iglesia, muchos de los cuales son sumamente talentosos para realizar tareas que hacen que los demás luzcan bien. Sin embargo, estas personas tan trabajadoras suelen pasar desapercibidas porque su labor hace que la atención se centre en otros. Parece injusto que quienes hacen un trabajo tan bueno sean tan poco reconocidos.
No obstante, los creyentes con una verdadera mentalidad de siervo no lo ven de este modo. Ellos les dan más importancia a los demás (Romanos 12:10) porque saben que Dios ve lo que otras personas no perciben y que Él recompensará a aquellos cuya labor pasa desapercibida para otros (Mateo 6:4,6,18; 1 Corintios 12:24).
¿Alguna otra persona está cosechando el fruto de tu arduo trabajo? Cobra ánimo. Dios recompensa a aquellos que trabajan «de manera invisible» para hacer que Cristo sea visible al mundo.
A Cristo no le pasa desapercibido ningún servicio para Él.

NO SOPORTAR EL DESPRESTIGIO

Durante casi todo un mes el hombre llevó en el bolsillo una cajita de lata que contenía tres pastillas. Al preguntársele para qué las tenía, respondía: «Para el dolor de cabeza», o si no: «Para aliviar la tensión.»

Día tras día, mientras iba al tribunal donde se estaba considerando su caso, Donaldo Santos, de São Paulo, Brasil, llevó su cajita en el bolsillo. Cuando por fin el jurado pronunció el veredicto: «¡Culpable!», Donaldo, sereno y tranquilo, pidió un vaso con agua, y de un solo sorbo tomó las tres píldoras. Casi en seguida cayó al suelo. Las pastillas no eran simple aspirina; eran de cianuro.

Donaldo Santos, de cincuenta y tres años de edad y poseedor de fortuna y prestigio social, había cometido un delito que lo mandaría a la cárcel por veinticinco años. De haber sido declarado inocente, nadie jamás hubiera sabido que las pastillas eran de cianuro. Pero cuando lo declararon culpable, sus palabras fueron: «Esto es un remedio para todo.»

Hay hombres que toleran el cometer un delito, y su conciencia poco o nada les dice. Pueden violar las leyes y los dictámenes de su conciencia, y seguir como si nada, disfrutando de la vida. Pero no pueden soportar la pérdida del prestigio social o la de su holgada posición económica. El delito poco importa. Lo que no soportan es la pérdida del prestigio y del bienestar.

Ese es el enorme error de muchos. Por carecer de esa luz roja que se enciende en el alma cuando hay peligro moral, y que se llama «conciencia», siguen adelante con su mal vivir. Viven para el disfrute de la buena vida, con moral o sin ella, con conciencia limpia o sin ella, y perdida la buena vida, se suicidan.

Si lo único que nos interesa es que no se nos descubra, sin importarnos el aspecto moral de nuestra infracción, tarde o temprano tendremos que responder tanto a la ley humana como a la divina. El no hacer el mal debe obedecer a esa inquietud espiritual que todos llevamos dentro, que se llama la ley de Dios. Y esto no sólo como escape a la justicia humana, sino para vivir con la conciencia clara y limpia, sabiendo que estamos bien con nuestro Creador.

Por eso es necesario que arreglemos nuestras cuentas con Dios. Cristo fue a la cruz para librarnos de todo lo malo y ofrecernos una vida nueva. El nuevo corazón que Él nos da nos hace reconocer la importancia de su ley moral. Y cuando nos sometemos a esa ley divina, a la misma vez nos estamos sometiendo a la ley humana. Hagamos de Cristo el Señor de todas nuestras acciones

Hermano Pablo

INTERCAMBIO DE MIRADAS

54 “Y prendiéndole, le llevaron, y le condujeron a casa del sumo sacerdote. Y Pedro le seguía de lejos.
55 Y habiendo ellos encendido fuego en medio del patio, se sentaron alrededor; y Pedro se sentó también entre ellos.
56 Pero una criada, al verle sentado al fuego, se fijó en él, y dijo: También éste estaba con él.
57 Pero él lo negó, diciendo: Mujer, no lo conozco.
58 Un poco después, viéndole otro, dijo: Tú también eres de ellos. Y Pedro dijo: Hombre, no lo soy.
59 Como una hora después, otro afirmaba, diciendo: Verdaderamente también éste estaba con él, porque es galileo.
60 Y Pedro dijo: Hombre, no sé lo que dices. Y en seguida, mientras él todavía hablaba, el gallo cantó.
61 Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palab ra del Señor, que le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces.
62 Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente.” Lucas 22, 54-63


La negación de Pedro nos resulta muchas veces un evento incomprensible.

¿Cómo fue posible que este hombre, uno de los tres más íntimos del maestro, a quien el Padre mismo revela la naturaleza de Jesús y a quién Jesús deja ver de antemano su gloria venidera en la transfiguración, pueda sucumbir ante la interrogación de una criada y dos hombres?

Evidentemente Pedro no se conocía en profundidad, estaba muy seguro de sus convicciones y no sentía temor alguno al afirmar ante Jesús y el resto de los apóstoles: “Aunque todos estos pierdan su fe en ti, yo no” y cuando Jesús le dice que antes que cante el gallo lo habrá negado tres veces, él contesta: “Aunque tenga que morir contigo no te negaré”.

Pedro se atrevía a contradecir al Maestro, confiaba más en sí mismo que en lo que J esús le estaba revelando que veía en él. Esta actitud lo hacía sumamente vulnerable al enemigo y de hecho éste no desaprovechó la oportunidad.

El evangelio de Lucas menciona que Jesús volteó y miró a Pedro tras la negación, sin embargo nada dice respecto de ese intercambio de miradas. Sólo que provocó a Pedro a llorar amargamente.

¿Cómo imaginamos que fue ese intercambio de miradas? ¿Qué decían los ojos de Jesús? ¿Qué decían los ojos de Pedro?

Jesús conocía a Pedro, sabía lo que había en su corazón, sabía también que Pedro no se conocía a sí mismo, sabía de la amargura de su corazón antes de que el propio Pedro pudiera experimentarla.

Jesús amaba a Pedro así como él era, con sus errores y debilidades, con sus idas y venidas. Sabía que sus discípulos se dispersarían, que todos perderían la fe en Él, sin embargo eso no lo detuvo, prosiguió a cumplir aquello por lo cual había venido.

La mirada de Jesús no podría haber sid o otra que una mirada compasiva, llena de misericordia, a Jesús le dolía más la amargura del propio Pedro, que la ofensa que le significaba la negación de su persona. Y no cabe duda de ello, pues Jesús iba a la cruz por ese Pedro, a causa de esa naturaleza, y lo hacía por amor.

Entre los encuentros del Jesús resucitado con sus discípulos, se relata un diálogo muy conocido entre Pedro y Jesús en el capítulo 21 del evangelio de Juan:

15” Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Él le dijo: Apacienta mis corderos.
16 Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas.
17 Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes qu e te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas.
18 De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras.
19 Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme.”


Aquí nos encontramos con un Pedro muy diferente, algo había cambiado en su interior, había aprendido la lección. Consciente de lo engañoso de su corazón, ya no dice: “Señor, yo te amo más que estos.” Ahora responde: “Señor, lo sabes todo; sabes que te amo. Pedro había dejado de lado el Yo para dar paso al Tú de Cristo.

Jesús no desecha a Pedro por su error, no menciona la negación, no le reprocha nada, no le saca del servicio, por el contrario, renueva su mandato: “Apacienta mis ovejas” y finalmente le dice “Sígueme”.

Jesús n os deja un claro doble ejemplo de cómo deben ser nuestras actitudes para con los demás, a la vez que nos deja claro cómo es Él con nosotros. Necesitamos el amor de Jesús en nuestros corazones para poder amar como Él amó.

Si hoy sientes amargura en tu corazón por haber de alguna manera “negado” a Jesús, te invito a que busques su mirada, sin miedo, pues no encontrarás allí reproches, ni rechazo sino la mirada mansa de un Cristo que todo lo conoce y que a pesar de tu negación nunca dudó en subir a la cruz por ti. Él renovará tu llamado y te dirá una vez más “sígueme”.

Equipo de colaboradores del Portal de la Iglesia Latina
www.iglesialatina.org
EricaE

miércoles, 13 de abril de 2011

MIL NOVENTA Y CINCO BESOS DE AMOR

El hombre, de sesenta y cinco años de edad, se inclinó sobre su esposa. Ella estaba dormida, dormida profundamente. Él depositó un suave beso en su mejilla y le dijo: «Pronto te sentirás bien, querida.»

Al otro día le dio el mismo beso y le dijo las mismas palabras. Así hizo día tras día, durante mil noventa y cinco días, todo el tiempo que la esposa estuvo en coma.

Eran José Brasher y su esposa Bárbara. Ella, en una Navidad, había sufrido la ruptura de una arteria cerebral y había estado en coma por tres años. Al fin de tantos besos y de tantos días, Bárbara abrió los ojos y dijo: «¡Feliz Navidad, amor mío!» De ahí que concluyera: «Dios, y los besos de mis esposo, me trajeron de vuelta.»

Esta es una verdadera historia de amor. Es más, es una historia de amor, de fe y de esperanza, las tres grandes virtudes cristianas. Bárbara sufrió un coma que duró tres años. Cada día su esposo la visitó en el hospital, y cada día de esos tres años él depositó un beso en su mejilla y una oración en su oído. Y finalmente el amor, la fe y la esperanza dieron resultado. Fue así como Bárbara quedó perfectamente bien.

¡Qué poder tiene un beso! ¡Cómo puede cambiar, en un momento, la noche en día, la pena en alegría, la lágrima en sonrisa, y la angustia en gozo! Basta un solo beso —un beso de verdadero y genuino amor entre esposos— para que vuelva la felicidad, se fortalezca el amor, cambie el corazón y se disipe el dolor. Pero tiene que ser un beso de amor y no de compromiso, ni de pasión, ni de misericordia ni de complacencia. Tiene que ser un beso que brota del amor —legítimo, humano y fiel— que llena el corazón de los dos.

Los que estamos casados, ¿amamos a nuestro cónyuge? ¿Perdura entre nosotros la absoluta fidelidad a los votos que un día nos hicimos ante el representante de Dios? ¿Nos tratamos con cariño y comprensión? ¿Son más fuertes el amor, el enlace, el vínculo y el compromiso que las desavenencias, la discordia, el antagonismo y la contrariedad? Si la respuesta es negativa, hay una nube negra que se ha puesto sobre nuestro hogar que, si no se disipa, lo destruirá.

Insistamos, de voluntad y de corazón, que la persona de Cristo, el Autor del matrimonio, sea la cabeza invisible pero permanente de nuestro hogar. Con Cristo en el corazón, seremos más propensos a dar besos de verdadero amor a la esposa o al esposo. Sólo Cristo puede transformar la vida de cada uno. Sólo Él da ese amor que se sobrepone a toda prueba. Cuando Él es el Señor de nuestro matrimonio, podemos disfrutar como nunca de ese amor puro y permanente.

Hermano Pablo

NO TE RINDAS NUNCA

Una vez más, la joven maestra leyó la nota adjunta a la hermosa planta de hiedra.

“Gracias a las semillas que usted plantó, algún día seremos como esta hermosa planta. Le agradecemos todo lo que ha hecho por nosotras. Gracias por invertir tiempo en nuestras vidas”.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de la maestra mientras por sus mejillas corrían lágrimas de agradecimiento. Como el único leproso que manifestó gratitud hacia Jesús cuando fue sanado, las chicas a quienes les había dado clase en la escuela dominical, se acordaban de agradecer a su maestra. La planta de hiedra representaba un regalo de amor.

Durante meses la maestra regó fielmente la planta en crecimiento. Cada vez que la miraba, recordaba a esas adolescentes especiales y eso la animaba a seguir enseñando.

Pero al cabo de un año, algo sucedió. Las hojas empezaron a ponerse amarillas y a caerse; todas, menos una. Pensó en deshacerse de la hiedra, pero decidió seguir regándola y fertilizándola. Un día, al pasar por la cocina, la maestra vio que la planta tenía un brote nuevo. Unos días después, apareció otra hoja, y luego otra más. En pocos meses, la hiedra estaba otra vez convirtiéndose en una hermosa planta.

Henry Drummond dice: “No pienses que no pasa nada, simplemente, porque no ves tu crecimiento, o no escuchas el zumbido de los motores. Las grandes cosas crecen silenciosamente”.

Hay pocas alegrías más grandes que la bendición de invertir fielmente amor y tiempo en las vidas de otras personas. ¡Nunca, nunca te des por vencido con esas plantas!

No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. —Gálatas 6:9

EL NO DUERME

Lectura: Salmo 12
"No dará tu pie al resbaladero, ni se dormirá el que te guarda" Salmo 121:3
Las jirafas tienen el ciclo de sueño más breve de todos los mamíferos. Sólo duermen entre 10 y 120 minutos cada 24 horas, lo que hace un promedio de 1,9 horas por día. Dado que estos animales aparentan estar siempre despiertos, en este sentido no tienen mucho en común con la mayoría de los seres humanos. Si nosotros durmiéramos tan poco, tal vez significaría que padecemos alguna clase de insomnio. Sin embargo, en el caso de las jirafas, no es una enfermedad del sueño lo que las mantiene despiertas, sino que es simplemente la forma en que Dios las ha hecho.
Si piensas que 1,9 horas por día es dormir poco, considera este concepto sobre el Creador de nuestros espigados amigos animales: Nuestro Padre celestial nunca duerme.
Al referirse al permanente interés de Dios en nosotros, el salmista declara: «No se dormirá el que te guarda» (Salmo 121:3). En el contexto de este salmo, el escritor deja claro que el desvelo vigilante del Señor es para nuestro bien. El versículo 5 dice: «Jehová es tu guardador». Dios nos guarda, nos protege y nos cuida sin tener necesidad de recuperarse. Nuestro Protector está buscando permanentemente nuestro bien. Como dice un himno: «Él nunca duerme, nunca se adormece. Él me vigila de noche y de día».
¿Estás enfrentando dificultades? Acude a Aquel que nunca duerme. Cada segundo del día, permítele que guarde «tu salida y tu entrada» (v. 8).
Aquel que sustenta el universo nunca te defraudará.