viernes, 7 de enero de 2011

CAUTIVERIO

Lectura: 2 Timoteo 2:1-10.
"Sufro penalidades, hasta prisiones a modo de malhechor; mas la palabra de Dios no está presa" 2 Timoteo 2:9
En su libro de memorias, La escafandra y la mariposa, Jean-Dominique Bauby describe su vida después de un ataque cerebral masivo que lo dejó con una dolencia llamada «síndrome de cautiverio». Aunque paralizado casi por completo, pudo escribir su libro parpadeando el ojo izquierdo. Una ayudante recitaba un alfabeto codificado hasta que él parpadeaba al elegir la letra que quería dictar. El libro requirió unos 200.000 parpadeos para escribirlo. Bauby utilizó la única capacidad física que le quedaba para comunicarse con los demás.
En 2 Timoteo, leemos que Pablo experimentó un tipo diferente de «síndrome de cautiverio». Estando bajo arresto domiciliario, se enteró de que su ejecución era inminente. Con esto en mente, le dijo a Timoteo: «Sufro penalidades, hasta prisiones a modo de malhechor; mas la palabra de Dios no está presa» (2 Timoteo 2:9). A pesar de su aislamiento, recibía visitas, escribía cartas de estímulo y se regocijaba de que la Palabra de Dios se extendiera.
Es probable que las circunstancias hayan hecho que algunos de nosotros estemos aislados de los demás. Yacer en la cama de un hospital, cumplir una sentencia en prisión o estar postrados en casa puede hacernos sentir que padecemos nuestro propio «síndrome de cautiverio». Si esto es una realidad en tu vida, ¿por qué no reflexionas, en oración, para descubrir cómo alcanzar a otros, aun en esa condición?
Ninguna obra es demasiado pequeña cuando se hace para Cristo

Generador De Texto Con Brillo

miércoles, 5 de enero de 2011

¿DÓNDE ESTÁ DIOS?

Eran enormes pilas de cartas, y cada día entraban nuevas. Llegaban entre cincuenta y cien cartas diarias, principalmente de Europa y América, aunque también del resto del mundo. Su destino era el correo de Jerusalén, y las autoridades no sabían qué hacer con ellas. Eran cartas que iban dirigidas a «Dios en Jerusalén».

Una carta iba dirigida así: «El Señor del mundo. Trono de gloria. Séptimo cielo. Jerusalén.» Algunas de esas cartas contenían peticiones de ayuda, especialmente de solteras que buscaban esposo. Otras venían de niños que habían sido abandonados. El jefe de correos se vio obligado a tomar la decisión de quemar todas esas cartas. «No podemos hacer otra cosa con ellas», concluyó.

Esta noticia de un número crecido de cartas enviadas a Jerusalén y dirigidas a Dios debe hacernos reflexionar. Que haya tanta gente en el mundo urgentemente necesitada y que no sabe cómo hallar a Dios es sumamente triste.

Que haya necesidad de dirigirse a Dios es evidente. Que este haya sido el anhelo de toda la humanidad de todos los tiempos, también es evidente. Y que toda persona se sentiría feliz si Dios le diera la respuesta que necesita, lo es igualmente.

En el Libro de Job, tal vez el libro más antiguo de la Biblia, se expresa el mismo anhelo: «¡Ah, si supiera yo dónde encontrar a Dios! ¡Si pudiera llegar adonde él habita! Ante él expondría mi caso; llenaría mi boca de argumentos» (Job 23:3). Para satisfacer esa necesidad, el hombre ha inventado toda clase de religiones y ha fundado toda clase de ciudades sagradas.

En cierta ocasión, Jesucristo pasaba por la ciudad de Samaria cuando junto a un pozo se encontró con una mujer samaritana. Ella, en la conversación que se suscitó, le dijo a Jesús: «Nuestros antepasados adoraron en este monte, pero ustedes los judíos dicen que el lugar donde debemos adorar está en Jerusalén.» A lo que Jesús le respondió: «Los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Juan 4:20-23).

Dios no está circunscrito a ningún lugar, a ninguna organización, a ningún orden ni a ninguna religión. Si tratáramos de describir el lugar donde se halla, tendríamos que concluir que se encuentra en el lugar de nuestra necesidad. Lo hallamos en el corazón del arrepentido. Lo hallamos en el dolor del humilde. Y más que todo, lo hallamos al pie de la cruz de Cristo.

Dios está ahora mismo tocando a la puerta de nuestro corazón. Abrámosle la puerta y dejémoslo entrar. Él quiere ser nuestro seguro y eterno Salvador.

Hermano Pablo

PASAR REVISTA

Lectura: 2 Corintios 5:1
"Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que ha hecho" 2 Corintios 5:10
Imagina que un día vas a trabajar y, cuando tu jefe te saluda, dice: «Ven a mi oficina a las 9:30. Me gustaría hablar contigo sobre tu desempeño en el trabajo».
Es probable que te pongas nervioso al pensar en lo que tu superior podría decirte. Tal vez te preguntes: ¿Qué pensará mi jefe de lo que hago? ¿Me ascenderán y me aumentarán el salario? ¿O me quedaré sin trabajo? ¿Va a decirme: «Bien hecho» o «Te echo»?
Si bien esta clase de entrevista es importante, la Biblia habla de otra revisión mucho más transcendental. Cuando esta vida haya pasado, nos presentaremos delante del Señor. Pablo escribió: «Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Corintios 5:10). No asistiremos a esta evaluación futura con temor a perder la salvación ni con el deseo de obtener algún beneficio personal o la aprobación humana, sino que estaremos ansiosos de escuchar al Señor decirnos: «Bien, buen siervo y fiel» (Mateo 25:21).
Nuestro desafío, como seguidores de Cristo, es servirle ahora con excelencia, para que luego podamos escucharle decirnos: «Bien hecho». Si se tiene en cuenta mi manera de vivir hoy, ¿qué evaluación obtendré cuando vea al Salvador?
El servicio bien hecho aquí en la tierra recibirá un "Bien hecho" en el cielo.

martes, 4 de enero de 2011

JUAN 3: 16

QUEREMOS CANTAR

Medía casi trece metros de largo y pesaba novecientos treinta kilos. Estaba hecha de maderas finas, y tenía corazón eléctrico. Sus venas eran de metal, y se estiraban a más de doce metros. Tomó un año escolar entero construirla, y llegó a ser el orgullo de sus inventores.

Cuarenta estudiantes, ufanos y triunfantes, la condujeron al escenario de su escuela. Todos los presentes admiraron la habilidad de esos jóvenes.

Era una enorme guitarra eléctrica, la más grande del mundo, según sus fabricantes. Al mostrársela a profesores, padres de familia, y al público en general, lo hicieron poniendo sobre ella un gran cartel que decía: «Queremos cantar».

Esa guitarra en sí mostraba mucho acerca de la imaginación y de la habilidad de aquellos jóvenes. Pero el mensaje que pusieron sobre ella también mostraba mucho acerca de ellos. Querían cantar, y la enorme guitarra era una dramática expresión del deseo que tenían ellos y tienen todos los jóvenes del mundo. Los jóvenes quieren cantar.

Podemos imaginar cómo serían los decibelios de sonido que producía esa guitarra: como para reventar los tímpanos de una ballena.

La verdad es que, en el fondo, todo el mundo quiere cantar. Es más, todo el mundo necesita cantar.

«Queremos cantar» es la petición de millones de personas que viven sufriendo el dolor de la desesperación. «Queremos cantar» piden millones de enfermos torturados por la agonía de una enfermedad incurable.

«Queremos cantar» es el clamor de otros que viven bajo gobiernos opresivos, despóticos y tiránicos. «Queremos cantar» dicen millones de niños abandonados que vagan por las calles, sin hogar, sin padre, sin madre, sin refugio.

Y finalmente, «Queremos cantar» dicen millones de hombres y mujeres presos del pecado sin saber cómo ni quién podrá librarles de esa esclavitud. «Queremos cantar» dice el mundo, buscando algún alivio de su esclavitud.

Ninguno de nosotros puede hablar con todo el mundo a la vez, pero sí podemos hablar con las personas una por una. Hay un refugio que trae paz, sosiego y calma en medio de la confusión de esta vida. Ese refugio es una persona. Esa persona es Jesucristo.

Las palabras de Cristo son clásicas y merecen ser repetidas vez tras vez. Han sido la fuerza salvadora para millones de personas. «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28).

Esa invitación es para cada uno de nosotros. Podemos con absoluta confianza corresponder a ella. Basta con que digamos de corazón: «Señor Jesucristo, acepto el descanso que me brindas. Gracias por el motivo que me das para cantar.»

Hermano Pablo