lunes, 27 de septiembre de 2010

NO HAY NADA,NI NADIE MAS

LA PRIMERA Y ÚLTIMA CITA

Cumplía dieciséis años. La edad florida. La edad de vestirse de largo y usar tacones altos. La edad de la primera cita y del primer baile sin la vigilancia de la mamá. La edad de salir a divertirse con el primer novio. ¡Con razón Lilia Barajas, de Caracas, Venezuela, comenzó feliz la noche! Era la noche de los dieciséis años recién cumplidos.

—Tengo una cita con la felicidad —le dijo a su madre, Lupe Barajas.

Y la madre respondió:

—Ten cuidado.

A sólo dos cuadras de su casa, al cruzar una esquina con su amigo, la atropelló un auto manejado por un borracho. Esa misma noche Lilia murió en el hospital a causa de heridas masivas en el cráneo. Durante su cita con la felicidad se interpuso una cita con un conductor intoxicado.

La crónica policial de los diarios nos trae la misma información de continuo: un conductor borracho atropella a un transeúnte, a quien mata o hiere de gravedad. ¿Y qué del conductor? Casi siempre huye. Escapa a toda carrera por donde puede. Y siempre deja desamparada a la víctima de su vicio. El tal macho bebe hasta embriagarse, pero no es lo bastante hombre como para encarar las consecuencias de sus acciones.

Por eso lo hemos dicho mil veces y lo seguiremos repitiendo: el alcohol es el enemigo del hombre. El alcohol es bueno cuando se aplica externamente —por ejemplo, para desinfectar heridas y masajear músculos doloridos—, pero es muy dañino cuando se aplica internamente, bebiéndolo a destajo.

Ya lo advierte la Biblia: «No te fijes en lo rojo que es el vino, ni en cómo brilla en la copa, ni en la suavidad con que se desliza; porque acaba mordiendo como serpiente y envenenando como víbora. Tus ojos verán alucinaciones, y tu mente imaginará estupideces» (Proverbios 23:31‑33).

El alcohol, la droga y el juego son vicios que dominan a su víctima. Anulan la libertad, nublan la conciencia, entorpecen la inteligencia y rebajan el discernimiento moral. El alcohólico, el drogadicto y el jugador pueden llegar al extremo de matar a sus propios hijos cuando es amenazado el imperio de su vicio.

Por su propio bien y el de todos los suyos, el esclavo del vicio necesita acudir a Jesucristo. Sólo Cristo puede librarlo de esos destructivos dueños del alma. Sólo Cristo da el poder para vencer cualquier vicio. Sólo Cristo da la fuerza para llevar una vida libre. Sólo Cristo da vida nueva. Lo único que el alcohólico y el adicto tienen que hacer es rendirle su corazón y su voluntad a Cristo. Basta con que le digan, en un acto de entrega total: «Señor, soy tuyo. Recíbeme hoy.»

Hermano Pablo

CLAVADO EN LA CRUZ

Lectura: Colosenses 2:9-17.
"[Jesús] os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados" Colosenses 2:13
Fue un culto conmovedor en la iglesia. Nuestro pastor habló acerca de cómo Jesús cargó sobre Sí nuestros pecados y murió en lugar de nosotros para recibir nuestro castigo. Preguntó si alguien todavía sentía culpa por pecados confesados y por lo tanto no estaba disfrutando del perdón de Dios.
Habíamos de escribir el (los) pecado(s) en una hoja de papel, caminar hacia el frente de la iglesia y clavarla a la cruz que estaba colocada allí. Muchos avanzaron y durante varios minutos se pudo escuchar el aporreo contra los clavos. Por supuesto que este acto no nos dio perdón, pero fue un recordatorio físico de que Jesús ya había cargado sobre sí esos pecados al ser colgado a la cruz y morir.
Eso es lo que el apóstol Pablo enseñó a la iglesia en Colosas. Las personas se estaban viendo influenciadas por falsos maestros que presentaban a Cristo como si fuera insuficiente para sus necesidades. Pero Pablo explicó que Jesús pagó el precio por nuestros pecados. Dijo: «Anulando el acta de los decretos que había contra nosotros,… quitándola de en medio y clavándola en la cruz» (Colosenses 2:14).
Si confesamos nuestro pecado a Dios, buscando Su limpieza, Él perdonará (1 Juan 1:9). No tenemos que seguir aferrados a la culpa. Nuestros pecados han sido clavados en la cruz; han sido quitados. Jesús los perdonó todos.
La culpa es una carga que Dios jamás quiso que Sus hijos llevarán.

domingo, 26 de septiembre de 2010

EL MAESTRO COMO PARTEEA

Lectura: Gálatas 4:12-20.
"Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros" Gálatas 4:19
La madre del filósofo Sócrates de la antigua Grecia, era una partera. Así que Sócrates creció observando cómo ella asistía a las mujeres al traer nuevas vidas al mundo. Esta experiencia influyó más tarde en su método de enseñanza. Sócrates dijo: «Mi arte en la partería es, en general, como el de ellas; la única diferencia es que mis pacientes son hombres, no mujeres, y mi preocupación no se centra en el cuerpo sino en el alma que está en labor de parto».
En vez de simplemente transmitir información a sus alumnos, Sócrates usó el algunas veces doloroso proceso de hacer preguntas perspicaces para ayudarles a llegar a sus propias conclusiones. Enseñarles a pensar se parecía a veces a la labor de parto.
Pablo expresó una idea similar para discipular creyentes en la fe cuando dijo: «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Gálatas 4:19). A Pablo le preocupaba que cada creyente creciera hasta llegar a la madurez espiritual a la semejanza de Cristo (Efesios 4:13).
Llegar a ser como Cristo es una experiencia de toda una vida; por lo tanto, necesitamos paciencia con los demás y con nosotros mismos. Todos tendremos desafíos y decepciones a lo largo del camino. Pero, si ponemos nuestra confianza en Él, creceremos espiritualmente, y tendremos cualidades de carácter que irradiarán vida nueva.
La conversión es el milagro de un momento; madurar lleva toda una vida.

viernes, 24 de septiembre de 2010

jueves, 23 de septiembre de 2010

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ROBAR SU PROPIO BANCO

Iba a ser el asalto perfecto, un asalto que no podría fallar, que no dejaría ninguna pista, y que produciría al asaltante una cuantiosa suma. El disfraz del asaltante, también, era perfecto: anteojos negros, peluca de color diferente, y nariz arreglada por un experto en maquillajes de teatro.

Así disfrazado, Wong Hoi Wan, de cincuenta y ocho años de edad, de Hong Kong, decidió asaltar un banco de su ciudad. Sólo que él era el presidente del banco. No se sabe si por el calor o por los nervios, la nariz se le desprendió. Y por si eso fuera poco, su enorme figura de 135 kilos de peso ya lo había denunciado a los guardias.

El titular en los diarios era interesante: «Intentó robar su propio banco».

¿Qué significa robar su propio banco? Es alzarse con el dinero que clientes desprevenidos, con toda confianza, han depositado en él. Es levantar una suma incalculable de dinero sin pensar en las consecuencias. Es arruinar honra, familia y porvenir. De ahí que Wong Hoi Wan tuviera que rendirle cuentas a la policía, al juez y a sus depositantes, expiando tras las rejas su maldad.

Si bien en esta vida pocos han de robar su propio banco literalmente, muchos lo han de hacer en sentido figurado. Pues robar su propio banco también es minar el prestigio que uno, con paciencia y cuidado, ha conquistado. Es derribar, por descuidos éticos, la posición que uno, en el mundo de los negocios, ha ganado.

Es destruir, por infidelidad conyugal, lo más hermoso y preciado que en este mundo existe: su matrimonio. Y junto con la destrucción de su matrimonio quedan, también, destruidos sus hijos, sus nietos y el resto de la familia.

Robar su propio banco es agredirse uno mismo con el uso de drogas y alcohol, destruyendo ánimo, cerebro y voluntad, haciéndose inútil para servicio benéfico y provechoso.

Es hacer caso omiso de la inquietud espiritual que toda persona tiene, destruyendo así la oportunidad de reconciliarse con Dios. Es llevar una vida materialista —efímera, volátil y falsa— sin preocuparse de lo espiritual. Es cerrar las puertas del cielo. «¿De qué le sirve a uno —afirmaba Jesucristo— ganar el mundo entero si se pierde o se destruye a sí mismo?» (Lucas 9:25).

Lo cierto es que podemos ganar millones y adquirir casas, joyas, lujos y placeres, pero si descuidamos nuestra alma nos estamos robando a nosotros mismos.

No sigamos robándonos así. Sometámonos más bien al señorío de Cristo. Él quiere ser nuestro Salvador. Dejemos de robar nuestro propio banco.

Hermano Pablo