sábado, 22 de mayo de 2010

EL TIEMPO DE TOMAS

Un Joven estaba luchando con su fe. Después de crecer en un hogar donde lo amaron y lo criaron de una manera piadosa, permitió que las malas decisiones y las circunstancias lo alejaran del Señor. Aunque había afirmado conocer a Jesús cuando era un niño , ahora luchaba con la incredulidad.
Un día mientras hablaba con él, le dije: “Sé que caminaste con el Señor por largo tiempo. pero justo ahora no estás tan seguro acerca de Jesús y la fe. ¿Puedo decirte que creo que te encuentras en el ‘Tiempo de Tomás’ en tu vida?”
Él sabía que Tomás era uno de lo doce apóstoles y que había confiado abiertamente en el Cristo por varios años.
Le recordé a este joven que, después de la muerte de Jesús, Tomás dudo de que Él realmente hubiese resucitado de la tumba. Pero ocho días después, el Señor se le apareció a Tomás, le mostró Sus cicatrices y le dijo que dejara de dudar y creyera.
Finalmente, listo para abandonar sus dudas, Tomás dijo: “¡Señor mío, y Dios mío!”
¿Será posible que te encuentres en el “Tiempo de Tomás”; es un momento en el que te parece difícil sentirte cerca de Jesús, tal vez incluso dudando de Él? Jesús está esperándote.
Extiende tu brazo y toma Su mano marcada por los clavos.
Un hijo de Dios siempre es bienvenido a casa.
Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Juan 20:28

YO TENGO RAZON ; Y TU, NO

Lectura: Lucas 6:37-42.
"No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados" Lucas 6:37
Mi amiga Ría admira el asombroso despliegue de 1,80 metros de las alas de la gran garza azul, y se maravilla ante su majestuosa apariencia. Ella les da la bienvenida a estas aves al verlas planear para aterrizar en una pequeña isla en medio de la laguna cerca de su hogar.
Ahora bien, yo puedo apreciar que la garza sea una criatura maravillosa y única. ¡Pero jamás quiero verla en el jardín posterior de mi casa! Eso se debe a que yo sé que no se quedará allí tan sólo para admirar el jardín. No, ¡esta versión emplumada de una persona no grata (alguien que no es bienvenido), que no es precisamente delicada, estará hurgando en nuestra laguna para pescar su cena!
Entonces, ¿tengo yo la razón? ¿O la tiene Ría? ¿Por qué no podemos estar de acuerdo? Las diferentes personalidades, historias o conocimientos pueden matizar las opiniones de las personas. No significa que una persona está en lo correcto y la otra está equivocada, pero algunas veces podemos ser poco amables, rígidos y sentenciosos si no hay un acuerdo. No estoy hablando acerca del pecado, sino tan sólo de una diferencia de opinión o perspectiva. Necesitamos tener cuidado al juzgar los pensamientos, motivos y acciones de los demás porque nosotros también deseamos que se nos dé el beneficio de la duda (Lucas 6:37).
¿Podemos aprender de alguien que ve las cosas desde una perspectiva distinta? ¿necesitamos practicar un poquito de paciencia y amor? Estoy enormemente agradecida de que Dios sea abundantemente paciente y amoroso conmigo.
Un poquito de amor puede marcar una gran diferencia.

jueves, 20 de mayo de 2010

TODA UNA VIDA POR DELANTE

Se llamaba Pastor Pérez Gutiérrez. Tenía quince años de edad y vivía en Managua, Nicaragua. Un día recibió un fuerte regaño de su madre. El muchacho se sintió sumamente deprimido. Negros pensamientos invadieron su mente, y lo envolvió una mezcla de resentimiento y despecho junto con la sensación de no valer nada.

Con la voluntad vencida, la mente ofuscada y la razón perdida, el muchacho, que apenas estaba entrando a la vida, vio en su imaginación que se levantaba ante él una tétrica figura. Era la rama de un árbol, con una cuerda amarrada. Pastor Pérez Gutiérrez se dijo a sí mismo que la única solución para su vida era el suicidio, y tomando la fatal determinación, se encaminó al árbol en el patio de su casa. Allí amarró una soga a una de las ramas, y se colgó de ella. Quince años, nada más, y ya la carga de la vida le era demasiado pesada.

El suicidio de un joven nos conmueve hasta lo más profundo. Todo suicidio, toda derrota de un semejante, nos entristece, pero cuando oímos de algún joven que se suicida, sufrimos más. El que tiene toda una vida por delante, con tan brillantes oportunidades como ofrece la vida, y trunca todo en un instante, está despreciando lo más grande que posee: su futuro.

Además, Cristo ofrece vida en abundancia a todo el que sepa echar sus cargas sobre Él. La vida trae de todo —momentos malos y tristes, y días de dicha y alegría—, pero cada ser humano es una vida que Dios ha creado y que ninguno debe cortar antes que Dios lo llame.

El suicidio de un joven es un grave síntoma social. Algo anda muy mal cuando una criatura de quince años arma su brazo contra sí mismo. Eso dice muchísimo acerca de la falta de fe, del descreimiento, de la insensibilidad espiritual y de la furia contenida que existe en el ambiente en que vive ese joven.

Dios nos tiene en este mundo porque Él aquí nos necesita. Es cierto que en esta vida hay momentos de agonía, pero los hay también de profunda paz. Y la vida de cada uno de nosotros tiene, querámoslo o no, una influencia poderosa en otros que nos acompañan en este camino. Ellos dependen de nuestra estabilidad. No les neguemos nuestro brazo de ayuda.

Cristo quiere que pongamos nuestra confianza y nuestra vida entera en sus manos. Si aún no lo hemos hecho, rindámonos hoy mismo a Dios nuestro Creador.

Hermano Pablo

martes, 18 de mayo de 2010

HOGAR, AMARGO HOGAR


El apartamento era pequeño. Constaba de dos cuartos, un baño, un comedor y una cocina. La cuota mensual del arriendo era baja, pues estaba ubicado en una zona popular de Nueva York. Aunque pequeño y humilde, eso no impidió que en él se colocara el tradicional cartelito que se pone en tantas casas y que dice: «Hogar, dulce hogar».

Lamentablemente, el cartel que debía habérsele colocado a ese apartamento era todo lo contrario: «Hogar, amargo hogar». Porque la familia que habitaba allí, compuesta por Herman McMillan, de cuarenta y dos años, su esposa Frances, de treinta y cuatro, y sus nueve hijos, de uno a dieciséis años de edad, vivía de una manera deplorable. En ese hogar los padres maltrataban física y sexualmente a sus hijos. La policía que investigó el caso describió a la familia como «una llaga de la gran ciudad».

A menudo se oye decir que el hogar es el cielo en la tierra, que no hay mayor felicidad que la que se puede hallar entre las cuatro paredes del nido familiar, que todas las penas de la calle se dejan cuando uno traspasa el umbral de ese lugar querido. Y todo eso es cierto, hermosamente cierto. Hay muchísimos casos de familias unidas, cariñosas y amables que, aunque pobres, saben ser felices con lo poco que tienen. En esos hogares sí que se puede aplicar el dicho: «Hogar, dulce hogar».

Pero hay otros hogares en que no cabe ese dicho, como el de los McMillan. En lugar de un cielo, es un infierno. En vez de reinar la paz, reina la violencia. En vez de vivir en armonía, se vive en discordia. En lugar de recibir amor y cariño, los hijos reciben brutales palizas. Y lo que es peor, los padres, en lugar de respetar de un modo sano y maduro a sus hijos, los maltratan sexualmente: el padre, a sus hijas; y la madre, a sus hijos.

¿A qué le podemos atribuir la culpa de semejante atrocidad? A dos vicios mortales que entraron a aquella casa: el alcohol y la cocaína. Cuando esos dos males terribles se posesionan de un hogar, lo degradan, lo envilecen y lo descomponen.

Los hijos del matrimonio McMillan recordarán siempre, con angustia, con horror y con rabia, el hogar frío que les dieron sus padres, y llevarán el resto de la vida el estigma del abuso deshonesto y la marca de la degradación. No dejemos nunca que entren a nuestra casa ni el alcohol ni la droga, ni los introduzcamos jamás en nuestro organismo. Considerémoslos nuestros mayores enemigos. Aborrezcámoslos y combatámoslos. Jesucristo desea ayudarnos, entrando Él, más bien, a nuestro corazón. Él no sólo tiene el poder para vencer esos enemigos, sino también un profundo interés en nuestro bienestar personal. Démosle entrada a nuestra vida antes que sea demasiado tarde.

Hermano Pablo

viernes, 14 de mayo de 2010

LLEGANDO A LA META

Lectura: Mateo 4:18-22.
"[Jesús] les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres" Mateo 4:19
Cada año, los alumnos del último año de secundaria solicitan el ingreso a sus universidades favoritas y luego no le quitan los ojos de encima a su buzón de correo esperando la carta que anuncie su aceptación.
La situación era diferente para los adolescentes en los tiempos del Nuevo Testamento. Los muchachos judíos a menudo iban a las escuelas rabínicas hasta la edad de 13 años. Luego, sólo los mejores y más brillantes eran elegidos para «seguir» al rabino local. Este grupo pequeño y selecto de discípulos seguían al rabino por dondequiera que éste iba y comían lo que él comía, dándole forma a sus vidas según el modelo de su maestro. Aquellos que no llegaban a esa meta escogían un oficio como la carpintería, el pastoreo de ovejas o la pesca.
Tipos como Simón, Andrés, Jacobo y Juan no habían llegado a la meta. Así que, en vez de seguir al rabino local, estaban bajo los muelles, con el agua hasta las rodillas en el negocio familiar. Es interesante el hecho de que Jesús buscase a los hombres que el rabino local había rechazado. En vez de apuntar a los mejores y a los más brillantes, Jesús ofreció Su invitación de «venid en pos de Mí» a pescadores ordinarios y mediocres. ¡Qué honor! Se convirtieron en seguidores del Rabino Supremo.
Jesús nos ofrece el mismo honor a ti y a mí; no porque seamos los mejores o los más brillantes, sino porque Él necesita a personas ordinarias como nosotros para ser modelos de Su vida, y con amor rescatar a las personas en Su nombre. Así que, ¡síguele y permítele que haga algo de tu vida!
Incluso la gente ordinaria y los marginados pueden llegar a la meta siguiendo a Jesús.

jueves, 13 de mayo de 2010

MURIÓ COMO CREYENTE EN CRISTO

Durante la noche hizo un repaso de toda su vida. No había sido una vida larga: sólo veintiséis años. Desde más o menos seis años de edad no había recuerdos buenos. Recordó desobediencias, malos tratos, peleas callejeras, poca escuela. Recordó también su adolescencia, la flor de la juventud y... drogas.

Se trataba de Gary Salvany, convicto de dos asesinatos, preso en el estado de Florida y condenado a morir por inyección letal.

A las seis de la mañana fueron por él a su celda. Había llegado la hora. Gary se puso de rodillas y elevó una sencilla oración a Dios. Luego caminó humildemente, custodiado por dos guardias, hasta la cámara de ejecución. Allí les dijo a los presentes: «Los amo a todos. Denle un beso de despedida a papá y a mamá. Yo me voy con Cristo.» Y Gary Salvany murió en la camilla de ejecución de la prisión. «Murió como creyente en Cristo», informó el capellán, y todos los diarios lo citaron: «Murió como creyente en Cristo.»

¿Cómo puede morir «como creyente en Cristo» un hombre que es ejecutado por dos homicidios violentos? ¿Cómo puede morir «como creyente en Cristo» un hombre que vivió toda su vida como un rebelde? ¿Cómo puede una persona llegar al fin de sus días con un tubo insertado en un brazo por donde le llega la solución letal por homicida, y todavía morir «como creyente en Cristo»?

Parece ilógico, absurdo y contradictorio, pero teológicamente no lo es. Ese muchacho, que desde la adolescencia anduvo en drogas, que se relacionó con delincuentes y se hizo al fin delincuente él mismo, escuchó en la cárcel la buena noticia de Cristo. Allí supo que Cristo había muerto por sus pecados y que sólo era necesario creer en Él y aceptar esa obra bendita para recibir la redención completa, el perdón absoluto, el regalo de vida eterna.

Cuando Gary comprendió eso, reconoció sus faltas y su condición perdida, y clamó por perdón, Jesucristo lo perdonó y lo recibió en su reino celestial, igual que al criminal arrepentido que fue crucificado al lado suyo.

La redención de Gary Salvany fue notable por lo horrible de su crimen. Pero ante la perfección de Dios, todos somos pecadores. Nadie merece sus favores. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que hizo Gary: comprender el significado de la cruz, reconocer nuestra condición perdida y clamar a Dios por perdón y vida eterna. Él se la dará a quien en humildad sincera se la pida.

Hermano Pablo

EL BORDADO

Cuando yo era pequeña, mi madre solía coser mucho.
Un día me senté cerca de ella y le pregunté qué estaba haciendo. Ella me respondió que estaba bordando. Pero como yo sólo podía observar el trabajo de mi madre desde atrás, lo que estaba haciendo tenía un aspecto bastante confuso.
Le pregunté por qué ella usaba algunos hilos de colores oscuros y por qué todo el bordado era tan desordenado. Ella sonreía y me sugirió que saliera a jugar un momento y que me llamaría cuando hubiera terminado su bordado. Entonces te sentarás en mi regazo y te dejaré verlo desde mi posición.
Una media hora más tarde me llamó y me quedé sorprendida y emocionada al ver un bello atardecer en el bordado. No podía creerlo.
Muchas veces a lo largo de los años mirando al Señor pregunté: “Dios, ¿Qué estás haciendo?”. Él respondió: “Estoy bordando tu vida.” Entonces yo le repliqué: “Pero se ve tan confuso, es un desorden. Los hilos parecen tan oscuros, ¿por qué no son más brillantes?” y Dios parecía decirme: “Mi niña, ocúpate de tu trabajo que yo estoy haciendo el mío. Un día vendrás de vuelta a casa, te pondré sobre mi regazo y entonces entenderás”
Nos cuesta entender, que nuestra vida no es un accidente. Dios está trabajando intensamente en nosotros a través de cada detalle, cada hora y cada minuto. Recuerda, Dios no malgasta tiempo. Cada minuto es aprovechado al máximo, porque él te ama.
Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito.
Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de su Hijo. Romanos 8:28,29.