sábado, 25 de julio de 2009

HOY..NADA ME PUEDE SEPARAR DEL AMOR DE DIOS

Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Salvador nuestro. — Romanos 8:38-39
Observa cómo la Biblia dice que el amor de Dios está en Jesucristo (Romanos 8:38-39). Jesús es la expresión tangible del amor de Dios en la misma manera que Él es la representación exacta de todo lo que es verdadero de Dios mismo .
El amor define la naturaleza de Dios y Sus motivos. El amor es una parte inseparable de todo lo que Él es. Dios envió a Su Hijo (amor) al mundo. Quienquiera que le dé la bienvenida a Su Hijo recibe Su amor. Así que si alguna vez esta pregunta surge en tu corazón: “¿Puede Dios amarme y quiere relacionarse conmigo (todavía) después de lo que hice?”, formúlate otra pregunta: “¿Le doy yo la bienvenida a Jesús en mi corazón (todavía)?” Ambas preguntas tienen la misma respuesta.
Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. — Colosenses 1:15
Él es el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su naturaleza, y sostiene todas las cosas por la palabra de su poder. — Hebreos 1:3
Cuando Dios envió a Su Hijo, Jesucristo, al mundo, Su invitación fue clara: “Los amo a cada uno de ustedes, y quiero relacionarme con ustedes para siempre. Reciban Mi amor.” La sencilla y triste verdad es que la mayoría de las personas no aceptó, y no acepta, la invitación de Dios. Encarnando el amor de Dios, Jesús vino precisamente a las personas que habían sido creadas por el amor de Dios; sin embargo, la mayoría de esas personas lo rechazó (Juan 1:11).
Decidieron no identificarse con Él porque Su presencia proyecta luz sobre las cosas malas que estaban haciendo y diciendo. Optaron por quedarse en la oscuridad, lejos de Dios y de Su amor por ellos (Juan 3:19-20).
Como estamos viendo, el amor de Dios no es una emoción pasiva e incorporada. Aunque Él piensa en nosotros todo el tiempo, no sólo piensa en nosotros. Nuestra cultura nos enseña que el amor es, más que nada, un sentimiento interno; uno que ocasionalmente se manifiesta haciendo algo por quien amamos.
El amor verdadero, el amor ágape, es más que un sentimiento; es una forma de ser hacia los demás, una disposición, un conjunto de comportamientos, una manera de relacionarse con las personas. Éste actúa y toma la iniciativa.
El amor de Dios da, se extiende y activamente se nos ofrece a ti y a mí. A cambio, nuestro amor debe recibir, abrazar y aceptar activamente Su amor. Él inicia; nosotros respondemos. Él ama; nosotros recibimos ese amor. Esto puede parecer un asunto de poca importancia pero es una de las verdades más significativas que aprenderás. Esto explica por qué debemos recibir intencionalmente a Jesucristo en nuestro corazón y darle la bienvenida a nuestra vida.
Hoy..Se por lo tanto que nada ni nadie me puede separar de ese amor.
Señor, Gracias por amarme en este día de esa manera. Quiero responderte con ese mismo amor. Amén.

PASEO EN SILLA DE RUEDAS

Lectura: Salmos 59.
“Porque has sido mi amparo y refugio en el día de mi angustia” Salmos 59:16
Ben Carpenter sufre de distrofia muscular y se mueve en una silla de ruedas eléctrica. Un día estaba cruzando una intersección, la luz del semáforo cambió y una camioneta atrapó el manillar de la silla de ruedas de Ben con la rejilla del radiador. El conductor, ignorante de lo que había pasado, se puso en marcha por la calle y, al poco tiempo, Ben estaba siendo empujado a 80 kilómetros por hora. Pronto, los neumáticos de la silla de ruedas comenzaron a quemarse.
Algunos transeúntes vieron la extraña escena y llamaron al 911 (el número de servicio público para reportar emergencias) para informarle a la policía. Cuando el conductor de la camioneta se hizo a un lado, quedó atónito al ver lo que tenía «pegado» al radiador de su vehículo. Ben se había dado un tremendo susto, pero salió ileso.
Puede que algunas veces sintamos que circunstancias inesperadas se han apropiado de nuestras vidas. Cuando David fue invitado a la corte del rey Saúl, él tranquilizaba los nervios del rey tocando su lira. Luego, de manera impredecible, el celoso rey le arrojó una lanza. David se encontró atrapado en un peligroso drama de persecución en el que el rey Saúl trataba de quitarle la vida. Pero David recurrió a Dios en busca de protección inmediata y al final recibió liberación. Debido a esta experiencia, él escribió acerca de la fidelidad de Dios: «Porque has sido mi amparo y refugio en el día de mi angustia» (Salmo 59:16).
No importa cuál sea nuestro problema, Dios está allí.
Cuando los problemas vengan a ti, ve a Dios.

viernes, 24 de julio de 2009

«ESTAS MANOS ME SALVARON LA VIDA»

Era un viejo edificio de apartamentos en la ciudad de Nueva York. El ascensor era tan viejo como el edificio. Rebeca Rosario, al dejar a sus tres hijitas en su apartamento, les dijo: «Vuelvo en seguida. No tengan miedo.» Y la señora fue hasta el ascensor del piso número 14, donde vivía.

Abrió la puerta y dio un paso hacia adentro. Pero en lugar de entrar en la cabina, cayó al vacío. La puerta no debió haberse abierto, pues la cabina estaba en el primer piso. Pero era un edificio viejo, y era, así mismo, un ascensor viejo.

En su desesperación, Rebeca atinó a agarrarse de los cables mohosos del aparato. Sintió el terrible dolor de la raspadura, como fuego brotando de sus manos, pero aminoró la caída. Se quebró ambos tobillos, pero no se mató.

En el hospital, algunos días después, Rebeca mostró sus manos quemadas casi hasta el hueso, y dijo: «Estas manos me salvaron la vida.»

¡Qué significativa la frase de aquella mujer de treinta años de edad! Al caer por el hueco de un ascensor desde el decimocuarto piso, atina a agarrarse de los cables, y al cabo de su odisea declara: «Estas manos me salvaron la vida.»

Las manos son un instrumento maravilloso, genial diseño de Dios. Con ellas se puede empuñar un hacha o un bisturí. Se puede pintar a brochazos un gallinero o, con un delicado pincel, un cuadro como «La Última Cena».

Con las manos se puede proporcionar el puñetazo más violento al enemigo, o la caricia más dulce al ser amado. Se puede con ellas robar descaradamente lo ajeno, o con honradez proveer el pan de la familia. Las manos de Rebeca Rosario sirvieron para salvarle la vida.

Hay en la historia universal otras manos que, sin salvar la vida de quien las extendía, fueron traspasadas para obtener la salvación de la humanidad entera. Fueron las manos benditas del divino Redentor, el Señor Jesucristo. Sus manos fueron clavadas a la cruz del Calvario a fin de que Él diera su vida por la de todo ser humano.

Ahora cualquier persona de cualquier raza, pueblo, color o idioma, de cualquier condición económica, clase social o religión, puede ser eternamente salva con sólo creer que Jesucristo es el Hijo de Dios y que dio su vida en la cruz del Calvario como precio de rescate para su salvación.

Para ser eterna y gratuitamente salvos, basta con que creamos en Jesucristo y lo recibamos como eterno Salvador. Hoy puede ser el día de nuestra salvación.

Hermano Pablo

UNA DECISION PARA EL FUTURO

Fue algo trágico. Doloroso. Indescriptible. Las imágenes de televisión transmitían las fotografías de la princesa Diana de Gales mientras agonizaba. Junto a su cuerpo un grupo de paramédicos buscaba afanosamente prestarle auxilio. El espacio estaba semioscuro. Minutos antes el vehículo en el que se movilizaba, en un túnel de París, se había estrellado aparatosamente.
Se trata de un documental que difundió la cadena CBS sobre la investigación francesa del accidente en el que la alta dignataria perdió la vida, en 1997.
Peter Hunt, uno de los especialistas que analizó las gráficas, comentó que Diana era “reconocible”. Las fotos que se supone fueron tomadas por uno de los paparazzi que la perseguía, aparecieron solamente durante quince segundos en un programa que duró una hora. “Es obvio que por el gesto de su rostro, debía estar sufriendo”, dijo Hunt.
Estar a las puertas de la muerte es traumático para quien quiera que sea, indistintamente de si es pobre o rico. Es el momento crucial en el que nos enfrentamos al paso hacia la eternidad.
¿Dónde estaremos después de cruzar el umbral que nos separa del más allá? La decisión la toma cada uno. Es individual. ¿Por qué razón? Porque usted y yo tenemos la posibilidad de ser Salvos de la perdición eterna.
Juan 5:24
Ciertamente les aseguro que el que oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida.

MEJOR CON LOS AÑOS

Lectura: 2 Corintios 4:7-18.
“Antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día” 2 Corintios 4:16
Algunas personas están obsesionadas con la buena forma física -ejercicios diarios, vitaminas, alimentos orgánicos-, a pesar del hecho de que nuestros cuerpos siguen avanzando en el tiempo hacia un inevitable deterioro. Entre los 20 y 40 años, creemos que somos invencibles, pero, a partir de allí y en las décadas que siguen, la vista comienza a perderse, luego las rodillas comienzan a flaquear y finalmente la mente nos comienza a fallar. Enfrentémoslo, ¡tratar de garantizar una salud física duradera es como tratar de detener un río con un rastrillo!
Y, si bien es cierto que a medida que envejecemos tanto peor nos ponemos físicamente, no tiene que ser así espiritualmente. Aunque no lo creas, es posible mejorar con los años. Eso es a lo que se refería el apóstol Pablo cuando dijo: «Antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día» (2 Corintios 4:16).
Muchos de nosotros tenemos miedo de envejecer por todos los problemas que esto trae consigo. Pero, cuando gradualmente se nos despoja de todo aquello que nos mantiene a flote -ya sea riqueza, independencia, salud, dignidad, belleza o todas estas cosas juntas- aprendemos a recibir más y más de Dios. Así que, sin importar qué edad tengas, nunca es demasiado tarde para profundizar en la Palabra de Dios e invertir más y más en tu bienestar espiritual. Verás los beneficios, ahora y después. ¡Cuánto más envejezcas, mejor estarás!
Para mejorar con los años, ponte en forma espiritualmente.

jueves, 23 de julio de 2009

COMO MI HERMANO MAYOR

“Porque a los que Dios conoció de antemano, también los predestinó a ser transformados según la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos.” (Romanos 8:29)


Ser semejantes a Cristo no es opcional. Para aquellos que Dios ha escogido, es decir, aquellos que creyendo han nacido de nuevo y han recibido el privilegio de ser llamados hijos de Dios existe una predestinación: ser transformados según la imagen de su Hijo. ¿Podrá alguien oponerse a este decreto divino? ¿Podrá alguien interferir para que esto no se cumpla entre los que han sido llamados?

Lo cierto es que el día que decidimos entregar nuestra vida a Cristo nos embarcamos en un proyecto colosal: transformarnos a la imagen misma del Hijo de Dios.

Tan cierto como que esto sucederá en cada u no de nosotros, es el hecho de que esto no pasa de la noche a la mañana, es más bien un proceso de años que se extiende a lo largo de toda nuestra vida. Comienza el día que nacemos espiritualmente y culminará el día que Cristo vuelva (I Juan 3, 2).

De la misma manera que un pequeño niño nace para transformarse en un hombre, nacemos espiritualmente para ser transformados a la imagen de Cristo. Para crecer y desarrollarse un niño necesita de los cuidados de sus padres, de alimento y abrigo, de amor y corrección. De todas estas cosas nos provee Dios, es decir las condiciones para el desarrollo están dadas, la pregunta ahora es: ¿cómo estamos desarrollándonos nosotros? ¿Se corresponden nuestros actos y actitudes con la edad espiritual que tenemos? ¿Crecemos de manera sana y vigorosa o somos pequeños débiles y mal alimentados? ¿Hemos aprendido a comer ya comida sólida o somos los eternos enamorados del biberón?

Todo padre espera ver a su hijo crecer sano y fuerte, se alegra con cada palabra nueva que pronuncia, con cada nuevo desafío conquistado, adora verlo descubrir el mundo y ser quién lo acompaña en ese desarrollo. Aunque aún es un niño, lo sueña un hombre o una mujer de bien, se desvive por ello y todas las decisiones que como padre toma, las orienta a ese ideal que espera un día su hijo sea.

De la misma manera se comporta Dios con sus hijos. ¿Cuántas alegrías estoy dándole al Dios Padre hoy? ¿Dejo que me guíe y me enseñe a desarrollarme como Él me ha planeado? ¿Me tomo de su mano y ya no le temo a nada? ¿Acepto sus correcciones y le obedezco, aunque con mi mente de niño aún no pueda entender por qué Él decide esto para mi vida hoy?

Ser hijo de Dios es todo un desafío, pues hay un hermano mayor que es mejor en todo, y en su estatura seremos medidos. Sin embargo en este desarrollo no estamos solos. Tenemos el ejemplo del hermano mayor, Él ya ha caminado un trecho delante de nosotros para que podamos s eguir sus pasos (1 Pedro 2, 21: “Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por ustedes, dándoles ejemplo para que sigan sus pasos.”) y el Padre está dispuesto a invertir en nosotros la mejor educación sin escatimar en costos. Sólo nos resta poner el corazón, pues sin desear ser como el hermano mayor, el desarrollo será lento y costoso.

Si has llenado de preocupación y tristeza el corazón de tu Padre, no te desanimes. Dios en su bondad no abandona a sus hijos por mal comportamiento. Por el contrario, lleno de paciencia y amor vuelve a enseñarnos hoy aquello que no quisimos aprender ayer. Sus misericordias se renuevan cada mañana y no nos abandona en este proceso de llegar a ser hechos a la imagen de su Primogénito. Vuélvete al Padre, pídele perdón y decide en tu corazón de una vez por todas dejarte moldear a la imagen del hermano mayor.

“Estoy convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús. “ (Filipenses 1, 6)

VALÍA LA PENA

Cuando trajeron al joven soldado a la sala de cirugía, el doctor Kenneth Swan movió la cabeza. Dudaba sinceramente que valiera la pena tratar de salvarle la vida. Tenía ambas piernas destrozadas. El pecho lo tenía hundido. Había perdido un ojo, y el otro estaba mal herido. «Si vive
—pensó el médico—, será infeliz toda su vida.» ¿Valdrá la pena operarlo? Sin embargo, lo operó.

Veintitrés años después se encontraron el doctor Swan y Kenneth McGarity, el joven que había sido herido en el campo de batalla. Sucedió en Fort Benning, Georgia, cuando el gobierno le otorgaba cuatro condecoraciones al veterano de Vietnam.

El médico y el veterano se dieron la mano. McGarity estaba lisiado y, además, ciego. Pero había cursado estudios de universidad, se había casado, tenía dos hijos y tocaba magistralmente el piano. Kenneth McGarity era un hombre entero, feliz y útil a la sociedad. «He aprendido una gran lección —dijo el doctor Kenneth Swan—. Nunca debo dudar de la validez de una operación.»

Este caso tiene dos capítulos. El primero fue la explosión de una bomba que destrozó a Kenneth McGarity en la guerra de Vietnam, y el médico que lo operó porque algo, como quiera, había que hacer. El segundo capítulo tuvo lugar veintitrés años después, cuando el médico pudo contemplar el valor de su decisión.

¿Valía la pena hacer todo lo posible por poner en orden el cuerpo destrozado de ese joven? ¡Seguro que sí! Hubo que amputarle ambas piernas. Hubo que extraerle los dos ojos. Hubo que coserlo por todas partes, y reacondicionar pecho, rostro, brazos y manos. Pero valió la pena. Tras veintitrés años de lucha tenaz, Kenneth McGarity llegó a ser un hombre completo y feliz.

¿Qué tal si damos rienda suelta a la imaginación? Un día Dios el Padre y Jesucristo su Hijo conversaban acerca del hombre, que había caído en las garras de Satanás y estaba totalmente destrozado por el pecado. El Padre preguntó: «¿Vale la pena salvar a este despreciable ser humano?» Y el Hijo respondió: «Sí, vale la pena. Tengo esperanza en él. Daré mi vida por él, y con mi sacrificio lo regeneraré y transformaré.» Así pudo haber transcurrido la conversación.

Lo que sabemos sin tener que imaginárnoslo es que Cristo vino a este mundo. Murió en la cruz del Calvario, y resucitó para confirmar el valor de ese sacrificio. A los ojos de Dios, todos somos de inmenso valor. Por eso entregó Dios a su Hijo. Y es por ese sacrificio que nosotros podemos gozar de una vida plena, abundante y digna. A eso la Biblia lo llama salvación.

Hermano Pablo