Mateo 16:18Y edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.
2 Crónicas 16:9Porque los ojos del Señor recorren toda la tierra para fortalecer a aquellos cuyo corazón es perfectamente suyo.
La pequeña mujer sueca de pelo blanco, estableció con claridad las reglas de la casa. Nada de bebidas o cigarros, ni comida en los cuartos, etc. Haciendo una pausa a mitad de su declaración, la señora preguntó:
-¿Canta usted? ¿Toca algún instrumento? ¡La música es buena! Yo solía tocar el piano en la iglesia, pero ya no lo hago. Estoy muy vieja. Mi oído ya no es tan bueno, pero amo alabar a Dios con la melodía. Él ama la música.
Después de un día completo de ajetreo en el nuevo cuarto, la joven durmió profundamente hasta las cinco y treinta de la mañana. Despertó por horribles ruidos provenientes del piso inferior. Bajó las escaleras y siguiendo el sonido llegó hasta la puerta de la cocina. Allí estaba la señora, frente al fogón, acicalada para ese nuevo día, ¡cantando con júbilo a todo lo que daban sus pulmones!
La joven nunca había escuchado una voz tan horrible. No obstante, era preciosa para Dios, y la escuchó repetidamente cada amanecer, mientras vivió en la habitación alquilada, ubicada justo sobre la cocina.
La dama sueca falleció pocos años después. La joven siguió su camino, se casó y tuvo su propia familia. Ahora se encuentra sola, y su sentido del oído se ha deteriorado un poco. Sin embargo, cada mañana se le puede ver frente al fogón cantando, fuera de tono y en voz alta, ¡pero llena de gozo, alabando al Señor!
¡Una forma gloriosa de comenzar el día!
Salmo 100:2
Venid ante Él con cánticos de júbilo.
El niño, Josué Dennis, tenía apenas diez años de edad cuando ocurrió lo inesperado. Se perdió en un dédalo de galerías interminables de una mina abandonada. Pero no fue cuestión de unos momentos. Fueron cien horas. Cuatro días. Cuatro días de oscuridad casi total. Cuatro días sin comer ni beber. Cuatro días sin ver a nadie. Cuatro días oyendo sólo el apagado rumor de una corriente de agua en las entrañas de la tierra.
Josué iba con un grupo de compañeros que andaban de excursión, y parte del paseo incluía explorar una mina abandonada. Quién sabe cómo, el niño se separó de su grupo y, en medio de la oscuridad, no pudo encontrar la salida. Pero lo halló una patrulla de rescate. Estaba extenuado, pero vivo.
«Recordé las palabras de mi madre —dijo Josué—. Ella decía: “Cuando te veas en alguna dificultad, ora.” Y yo estuve orando a Dios todo el tiempo, pidiéndole que me vinieran a rescatar.»
¿Tiene algún valor la oración? ¿Hay algún beneficio, o más aún, alguna validez en levantar nuestra voz al cielo pidiendo de Dios su ayuda? Algunos han dicho que la oración no es más que una actitud de último recurso que no vale ni el aliento que empleamos en expresarla. Y lo cierto es que si nuestras oraciones, o nuestros rezos, no son más que clamores de angustia de último momento, a fuerza de alguna emergencia, quizás entonces no tengan valor.
En cambio, si hemos establecido una relación personal con Dios, si Cristo es nuestro amigo porque lo hemos recibido como el Señor de nuestra vida, y si sabemos con absoluta seguridad que Él nos oye, nuestra oración recibirá una respuesta divina.
Cualquiera puede pasar por períodos de tristeza y desaliento, de pobreza y abandono, de enfermedad y dolor, porque estas son contingencias comunes de la vida humana. Pero el que tenga fe en Dios, si ora con la confianza de un niño porque cree en Él, podrá soportar toda situación sin caer en la desesperación y sin renegar de Dios. La fe en Cristo será siempre una llama encendida que nada puede apagar y que siempre disipa cualquier clase de sombras.
Si hacemos de Jesucristo el Señor y Salvador de nuestra vida, una luz se encenderá en nuestra alma: la luz de la esperanza, la luz de la fe. Y con esa luz, o encontraremos la paz que Dios da en medio del dolor, o encontraremos la salida de cualquier caverna adversa en la que estemos. No nos alejemos de Dios. No perdamos la fe. Mantengamos viva la comunión con Cristo. Él quiere ser nuestro amigo.
Hermano pablo
Solemne, transcurría el funeral. Yacía en la caja un eminente clérigo que había dedicado toda su vida a servir a la humanidad. Largas filas de personas que habían recibido de él algún consejo sabio, alguna ayuda espiritual, incluso algún beneficio material, testificaban cuándo, cómo y en qué circunstancias el reverendo les había ayudado.
En eso se acercó al ataúd un joven de unos treinta años de edad. Estaba mal vestido, sucio, con barba de una semana y con todas las trazas de alcohólico. Miró detenidamente al cadáver en la caja y, con emociones encontradas como de tristeza mezclada con resentimiento y odio, dijo: «Papá, ahora me doy cuenta dónde estabas tú cuando yo más te necesitaba.»
Esta historia verídica, con profundo sentido humano, de un pastor eminente que dedicó toda su vida a proveer ayuda espiritual y consejo profesional a miles de personas, pero que no tuvo tiempo de prestarle atención a su propia familia, nos deja una tremenda lección.
El proverbista Salomón, entre sus sabias máximas, escribió la siguiente: «Me obligaron a cuidar las viñas; ¡y mi propia viña descuidé!» (Cantares 1:6). Qué fuerte reprensión es ésta a los padres que cuidan de todo y de todos, pero se olvidan de ser amigos, consejeros y verdaderos padres de sus propios hijos.
El pastor de la historia aconsejó a miles, hasta tener en su archivo más de tres mil tarjetas con nombres de personas a quienes había ayudado psicológica y espiritualmente. Pero entre esas tarjetas no aparecía la de su hijo.
¿Quiénes deben tener prioridad en el corazón, en los sentimientos y en el calendario de un esposo y padre? Su esposa y sus hijos. Nadie tiene más derecho que ellos a la atención, al amor, al cuidado y a la protección de ese padre.
A cada uno de los que somos padres nos conviene examinarnos en este sentido. ¿Les hemos dado a nuestros hijos la atención, el tiempo y el interés que ellos tanto necesitan de nosotros? Nuestra responsabilidad primaria es, sin excepción, la familia: esposa e hijos. Nadie ni nada en este mundo debe ser más importante que nuestra familia.
Jesucristo, que es el Señor de la vida, puede hacer de un hombre, desde el más sencillo hasta el más ilustre, un gran padre. Él quiere ayudar a cada uno. Basta con que nos postremos ante Él y le digamos con toda sinceridad: «Señor, me entrego a ti. ¡Ayúdame!»
hermano Pablo