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Eviado por Alejandra L.
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Por fin se fue a una gasolinera cercana y le dijo al empleado: «Deme todo esto de gasolina.» Era suficiente dinero para llenar el bidón que traía, así que el empleado le echó gasolina. Acto seguido, el joven, casi sin moverse del lugar, se roció encima todo el combustible, encendió un fósforo y se prendió fuego.
Robert James Binckley se inmoló a sí mismo en esa madrugada. No dejó ninguna nota escrita. No dio ninguna razón. No mostró ningún síntoma de nada. No manifestó nada extraño. Simplemente se prendió fuego.
¿Por qué se suicidó ese joven, que vivía en Anaheim, California, ciudadano del país más rico de la tierra, más avanzado tecnológicamente y más lleno de atractivos y diversiones? ¡En su propia ciudad de Anaheim se encuentra el célebre parque de diversiones de Disneylandia!
¿Será que Robert fue un Romeo enamorado, a quien su Julieta le pisoteó el corazón? ¿Será que como joven estudiante, destrozado por las drogas, cayó en una depresión profunda? ¿Será que llevaba en su conciencia una carga que se le hizo insoportable? ¿Será que sufría alguna enfermedad incurable, cuya prognosis fue incapaz de encarar? ¿O habrá sido él un poeta o un filósofo, a quien la fealdad de la vida le atormentó el alma, y no veía ya razón para seguir viviendo?
Lo cierto es que no sabemos por qué se inmoló en una pira de fuego Robert James Binckley, de apenas veintiún años de edad. Pero sí sabemos que si Binckley hubiera tenido fe en Dios, no se habría suicidado. Es más, si Cristo hubiera sido su Señor y Maestro, no habría permitido que las circunstancias de la vida lo llevaran a ese extremo. Al contrario, habría clamado a Jesucristo, el gran Pastor del rebaño, y habría echado sobre Él su carga.
Cuando recibimos a Jesucristo como Señor y Salvador, se disipan las nubes de la depresión, se esfuman los pensamientos negativos, desaparecen las negras desesperaciones, y una profunda calma invade todo nuestro ser. Jesucristo tiene vida en abundancia para todos los que la queremos y se la pidamos. Sólo tenemos que buscarlo a Él. En cierta ocasión Cristo dijo: «Al que a mí viene, no lo rechazo» (Juan 6:37). Esa es la promesa de Dios para nosotros.
Hermano Pablo.
Se trataba de cien mil adolescentes de la Asociación de los Bautistas del Sur en Estados Unidos que en emotiva decisión unánime prometieron conservar la castidad y virginidad hasta el día en que se casaran. Lo hicieron en una gran convención, en Orlando, Florida, Estados Unidos un día martes 14 de junio.
Fue una decisión juvenil digna de mencionarse y alabarse. Cien mil adolescentes, entre los trece y dieciocho años de edad, prometieron públicamente, ante Dios y miles de testigos, no tener relaciones sexuales sino hasta el día feliz en que se unieran a su cónyuge en los santos lazos del matrimonio, fuera cuando fuera.
Representó una reacción al libertinaje sexual que comenzó en las décadas de los años sesenta y setenta del siglo veinte, y que ha corrompido cuerpo, alma y espíritu de millones de jóvenes. Ese fue el libertinaje sexual que desencadenó una epidemia de enfermedades venéreas, embarazos indeseados y abortos a gran escala, con el corolario de la terrible y mortal enfermedad del SIDA.
En la tradición de la iglesia existe la fiesta de «Las once mil vírgenes». Es una fiesta que rememora las vírgenes antiguas, que bajo el imperio de los césares romanos prefirieron el martirio antes que perder la virginidad.
Ahora tenemos, en la actualidad, cien mil jóvenes que prometen, ante Dios y ante miles de testigos, mantenerse puros hasta los esponsales. Ya era hora que así sucediera, porque los médicos, los psicólogos, los sociólogos, los educadores y los moralistas afirman que «la abstinencia sexual es el único remedio seguro contra la contaminación del SIDA».
La convicción de esos jóvenes en la flor de la adolescencia es tal que es probable que mantengan firme su promesa. Y es de esperarse también que jóvenes de todas las iglesias cristianas sigan su ejemplo, y ya no sean cien mil sino un millón los jóvenes que digan: «El verdadero amor espera.»
Ese fue el lema de una cruzada juvenil en la ciudad de Nashville, Tennessee, cuando cincuenta y nueve jóvenes firmaron la misma tarjeta e hicieron la misma promesa. De cincuenta y nueve pioneros, el número ha crecido a mucho más de cien mil.
Sólo Jesucristo puede inspirar tales decisiones y conceder la fuerza moral para sostenerlas. Porque cuando Cristo cambia nuestro corazón, cambia también nuestro comportamiento. Recibámoslo hoy como nuestro Señor y nuestro Dios.
Hermano Pablo.