Fotos sobre algunos eventos realizados en el Auditorio kairos
martes, 12 de agosto de 2014
LA FIERA SIEMPRE SERÁ FIERA
Blanco con algunas rayas negras, elástico, sinuoso e inquieto, era la atracción principal del zoológico. Llevaba el nombre de la ciudad de la India donde había sido cazado, Lucknow. ¿Qué era? Un espléndido tigre blanco.
David Juárez, de cuarenta y cinco años de edad, el encargado de velar por el bienestar del tigre, entró ese día en la jaula para hacer la limpieza. En eso, la fiera, generalmente amistosa, saltó sobre él y lo mató.
El director del zoológico, refiriéndose a la fatalidad, dijo: «A la fiera la podemos sacar de la selva, pero no podemos sacar la selva de la fiera.»
David Juárez no es el primer cuidador de fieras que muere en las garras de alguna de ellas. Es algo que ocurre con cierta frecuencia en zoológicos, parques naturales y circos. La fiera sigue siendo fiera, aun detrás de barrotes de hierro.
Es cierto que no se puede quitar la fiereza que está dentro de los mamíferos carnívoros. Aun el gato doméstico, tan mimoso y dulce, de repente saca las uñas y causa dolorosas heridas. Al perro más fiel puede despertársele el lobo ancestral que tiene adentro, y clavar los colmillos en quien esté más cerca.
Cinco mil años de civilización no han podido sacar del corazón humano la bestia primitiva. Detrás del telón de la religión, la cultura, la educación, las buenas maneras, los trajes bien cortados y las joyas, se esconde el Caín, el Nerón, el Calígula, el Gengis Kan de las antiguas crónicas de la humanidad.
Los filósofos y los moralistas se hacen la pregunta: ¿Por qué será la humanidad así? La razón se asemeja al refrán del director del zoológico: «A la fiera la podemos sacar de la selva, pero no podemos sacar la selva de la fiera.»
Al corazón del hombre, desde que cayó en el jardín del Edén, lo ha dominado la ambición, la codicia, el narcisismo, la envidia y el odio. Recubierto de civilización, bulle todavía dentro de él la fiera que habitó las cavernas. El hombre es un empedernido pecador, y no hay remedio humano para él.
Sin embargo, Jesucristo, el Hijo de Dios, puede quitar de ese hombre el corazón de piedra que tiene adentro y poner en su lugar un corazón de carne. Cristo tiene poder para convertir al pecador en una nueva criatura, pues transforma, regenera, corrige y salva. Sólo tenemos que entregarnos a Dios de todo corazón. Cuando hacemos eso, Él nos convierte en una nueva criatura. Esa trasformación puede ser nuestra. Rindámonos hoy mismo a Cristo.
Hermano Pablo
VIVIENDO PARA SU GLORIA
“Y ahora, gloria sea a Dios, que puede hacer muchísimo más de lo que nosotros pedimos o pensamos, gracias a su poder que actúa en nosotros. ¡Gloria a Dios en la iglesia y en Cristo Jesús, por todos los siglos y para siempre! Amén.”
Efesios 3:21
Esta alabanza que cierra el capítulo tres del libro de Efesios, sale del corazón fortalecido de un prisionero. Pablo escribe desde la prisión, definiéndose a sí mismo como “prisionero de Cristo Jesús” (Efesios 3:1).
En nuestras reuniones de iglesia, y en nuestros diálogos entre creyentes, muchas veces sale de nuestros labios la expresión “¡Gloria a Dios!” o “¡La gloria sea a Dios!”. Con frecuencia se vuelve una expresión tan común y cotidiana, que a veces perdemos de vista el profundo y verdadero significado de esta expresión.
“¡Gloria a Dios en la iglesia!” exclama el apóstol. La pregunta que surge es: ¿cómo doy gloria a Dios en mi iglesia? ¿Qué es dar gloria a Dios en la iglesia y en Cristo Jesús? ¿Cómo puedo estar seguro de llevar esto a la práctica?
La Biblia nos dice que el Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la imagen misma de lo que Dios es. (Hebreos 1:3). Nada ni nadie ha revelado de manera más acabada y perfecta la gloria del Padre como el propio Hijo. Y Jesucristo nos revela Su gloria por ser la imagen de su misma sustancia, pues la gloria es inherente a Dios, Dios es gloria en sí mismo.
¿Cómo puedo entonces como creyente darle a Dios algo que Él mismo ya posee, algo que el propio Dios ya es? Se nos repite una y otra vez en nuestras congregaciones que “para la gloria de Dios vivimos”. ¿Qué tiene que ver mi vida de todos los días con esto?
La palabra de Dios nos revela que el nacido de nuevo ya no vive para sí, sino que Cristo vive en él:
“ y ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí.”
Y el Padre y el Hijo hacen morada en los que le aman:
“Jesús le contestó: —El que me ama, hace caso de mi palabra; y mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a vivir con él.” (Juan 14:23)
Así como la gloria de Dios es parte de su propia naturaleza, reflejar la gloria de Dios es parte de la propia naturaleza del nacido de nuevo. No se puede ser hijo de Dios sin ser un reflejo de su gloria, pues precisamente tener el Espíritu de Cristo es lo que nos hace pertenecerle a Él. (“El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo.” Romanos 8:9)
Esta definición del creyente, esto que ya somos, y no al revés, es lo que hace que todo lo que hagamos en nuestras vidas, aún las cosas más elementales como comer y beber, sean para la gloria de Dios (1 Corintios 10:31).
No podemos agregar nada a la gloria de Dios, pues su gloria no depende de nosotros. Pero al ser hechos hijos de Dios debemos vivir reflejando su gloria en la tierra, en el lugar en que hemos sido puestos, en medio de aquellos que nos rodean, porque ya somos posesión suya y Él mora en nosotros. No cabe para el creyente otra posibilidad.
Comprendiendo esta verdad de base, es que las palabras de Pablo se vuelven más claras y sencillas de entender.
“ Y ahora, gloria sea a Dios, que puede hacer muchísimo más de lo que nosotros pedimos o pensamos, gracias a su poder que actúa en nosotros…”
Vivimos para Su gloria gracias al poder de Dios que actúa en nosotros, por eso la gloria no es nuestra sino sólo del Señor.
“¡Gloria a Dios en la iglesia y en Cristo Jesús, por todos los siglos y para siempre! Amén.”
Cuán mayor es nuestra responsabilidad dentro de Su Iglesia, nuestro llamado a vivir y servirle como es digno de Aquél que nos sacó de una vida sin sentido y rescatándonos de las tinieblas nos hizo entrar en su luz admirable. No podemos dar gloria a Dios, ni vivir para la gloria de Dios, fuera de Cristo Jesús.
Nada podemos darle al Señor que Él necesite de nosotros, nada de lo que hagamos cambia lo que ya Él es, pero esto no nos exime de vivir para su gloria, de dejar manifestar en nuestro carácter, pensamientos y acciones los atributos del Señor de Señores: su amor, su misericordia, su benignidad, su sabiduría y humildad.
Si sientes que tu vida no honra a Dios y que nada de lo que haces es para Su gloria, no te desanimes. El poder de Dios actúa en los corazones y en las vidas de los que le buscan con sinceridad. Decide en tu corazón no seguir viviendo así y busca en oración al que tiene poder para hacer mucho más de lo que pedimos o pensamos.
«ROBAR SU PROPIO BANCO»
Iba a ser el asalto perfecto, un asalto que no podría fallar, que no dejaría ninguna pista, y que produciría al asaltante una cuantiosa suma. El disfraz del asaltante, también, era perfecto: anteojos negros, peluca de color diferente, y nariz arreglada por un experto en maquillajes de teatro.
Así disfrazado, Wong Hoi Wan, de cincuenta y ocho años de edad, de Hong Kong, decidió asaltar un banco de su ciudad. Sólo que él era el presidente del banco. No se sabe si por el calor o por los nervios, la nariz se le desprendió. Y por si eso fuera poco, su enorme figura de 135 kilos de peso ya lo había denunciado a los guardias.
El titular en los diarios era interesante: «Intentó robar su propio banco».
¿Qué significa robar su propio banco? Es alzarse con el dinero que clientes desprevenidos, con toda confianza, han depositado en él. Es levantar una suma incalculable de dinero sin pensar en las consecuencias. Es arruinar honra, familia y porvenir. De ahí que Wong Hoi Wan tuviera que rendirle cuentas a la policía, al juez y a sus depositantes, expiando tras las rejas su maldad.
Si bien en esta vida pocos han de robar su propio banco literalmente, muchos lo han de hacer en sentido figurado. Pues robar su propio banco también es minar el prestigio que uno, con paciencia y cuidado, ha conquistado. Es derribar, por descuidos éticos, la posición que uno, en el mundo de los negocios, ha ganado.
Es destruir, por infidelidad conyugal, lo más hermoso y preciado que en este mundo existe: su matrimonio. Y junto con la destrucción de su matrimonio quedan, también, destruidos sus hijos, sus nietos y el resto de la familia.
Robar su propio banco es agredirse uno mismo con el uso de drogas y alcohol, destruyendo ánimo, cerebro y voluntad, haciéndose inútil para servicio benéfico y provechoso.
Es hacer caso omiso de la inquietud espiritual que toda persona tiene, destruyendo así la oportunidad de reconciliarse con Dios. Es llevar una vida materialista —efímera, volátil y falsa— sin preocuparse de lo espiritual. Es cerrar las puertas del cielo. «¿De qué le sirve a uno —afirmaba Jesucristo— ganar el mundo entero si se pierde o se destruye a sí mismo?» (Lucas 9:25).
Lo cierto es que podemos ganar millones y adquirir casas, joyas, lujos y placeres, pero si descuidamos nuestra alma nos estamos robando a nosotros mismos.
No sigamos robándonos así. Sometámonos más bien al señorío de Cristo. Él quiere ser nuestro Salvador. Dejemos de robar nuestro propio banco.
Hermano Pablo
martes, 5 de agosto de 2014
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