lunes, 7 de abril de 2014

«PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO...»

El hombre se puso a recitar el padrenuestro: la oración modelo, la oración magistral, la oración cristiana por excelencia. «Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre...» Y las palabras que nos enseñó Jesucristo fluyeron como fluyen las notas del órgano por sus tubos vibrantes.
Vez tras vez, a lo largo de setenta y dos interminables horas, David Nymann, montañero de Alaska, recitó esa oración reconfortante mientras vientos helados, de ciento treinta kilómetros por hora, azotaban el monte Johnson. Su amigo, James Sweeney, yacía a su lado, con ambas piernas quebradas, sin poder moverse.
La muerte los acechaba a ambos, por frío y por hambre. Al fin un helicóptero los avistó y los rescató. La oración había sido, para ambos hombres, calor, agua y alimento durante tres días.
Aun los hombres más rudos, cuando se ven en apuros, abren los labios para elevar una oración. Nymann y Sweeney, deportistas que querían escalar el monte Johnson de Alaska, sufrieron una caída. Sweeney se quebró ambas piernas; Nymann quedó muy golpeado. Ambos vieron acercarse la muerte. Pero la recitación constante del padrenuestro los mantuvo en vela, y la fuerza poderosa de la esperanza los ayudó a soportar la prueba.
La oración es la única fuerza capaz de unir al hombre, en la tierra, con Dios, en el cielo. Cuando Jesús enseñó a orar a sus discípulos, les dijo: «Ustedes deben orar así: “Padre nuestro que estás en el cielo...”» (Mateo 6:9). Jesús enseñó que Dios es el Padre de toda la humanidad. Cuando sentimos que Dios es nuestro Padre, y cuando abrimos los labios en oración sincera, Dios el Padre acude en nuestra ayuda. Dios quiere ser el Padre de todos.
¿Por qué será, entonces, que tantas oraciones no son contestadas? Quizá sea porque no nos hemos relacionado previamente con Dios. Queremos su ayuda de un momento al otro sin haber establecido una amistad con Él. Dios quiere ayudarnos, pero para alcanzar su ayuda debemos estar en continuo contacto con Él.
Establezcamos, pues, esa comunicación con nuestro Creador y Salvador. La primera oración que Él oye es: «¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lucas 18:13). Ese reconocimiento, más la súplica de perdón por nuestros pecados, establece el contacto.
Démosle nuestra vida a Cristo, el divino Salvador. Él quiere ser nuestro Señor. Sometámonos a su señorío, y Él, con seguridad, escuchará nuestra oración.
Hermano Pablo

CONTEMPLACIÓN

                    
“ ¡Ven papá! ¡Ven a mirar el mar conmigo… es que es tan grande!”
              (Palabras de un niño de 7 años, parado por primera vez frente al mar).
La primera reacción que tuve cuando escuché estas palabras contadas por un amigo, fue la de una mezcla de ternura y asombro por ese niño que, en su breve experiencia de vida, y ante aquello tan inmenso que se le presentaba, lo primero que hizo fue pedir compañía y apoyo para compartir esa vivencia.
Es que el vasto mar… inmenso, azul, poderoso y enigmático era demasiado impacto para él. Contemplarlo lo sobrepasaba…
Esta escena me lleva a imaginarnos a nosotros mismos cuando nos disponemos a contemplar al Dios Creador, al Dios de nuestras vidas, y si somos conscientes de su grandeza, deberíamos experimentar algo parecido. Es que contemplarlo, justamente es acercarnos a alguien inmenso y poderoso, que nos subyuga y nos abarca, que nos sobrepasa por completo, y ante el cual nuestro espíritu termina diciendo como ese niño: “…es que es tan grande!”
La palabra contemplación, etimológicamente significa “estar en el templo” y templo a su vez significa “espacio sagrado”. Es decir, que en cualquier lugar donde los hijos de Dios estemos dispuestos a contemplarlo: ya sea en la iglesia, en un rincón de nuestra cocina o debajo del árbol de una plaza, sin dudas se transformará en un lugar sagrado, dentro de nosotros y a nuestro alrededor.
“ Solo una cosa he pedido al Señor, solo una cosa deseo: estar en el templo del Señor todos los días de mi vida, para adorarlo en su templo y contemplar su hermosura”
                                                                                                                     Salmo 27:4 DHH
La contemplación no es unilateral, sino que permite que comience un diálogo entre Dios y nosotros, Él también nos observa y nos reconoce, hay un verdadero encuentro que casi no se puede definir con la palabra humana.
La contemplación es un regalo generoso infundido por Dios en nosotros.   Sólo el ser humano posee la capacidad de asombro y de deleite frente a algo que lo impacta, y cómo cambiarían ciertas cosas de nuestro andar cotidiano si esa fuera nuestra actitud!                
Ahora bien, no nos sintamos incapaces de alcanzar esta experiencia si aún no la hemos tenido, es tan sencilla y estamos tan a tiempo para intentarlo, nada menos que todo el resto de nuestra vida! Nos animemos, podemos hacerlo, tenemos ese permiso porque ese don ya ha sido puesto en nosotros, y el Dios contemplado seguramente hará el resto.
Y finalmente, volviendo al niño del comienzo, como él invitemos al prójimo, al hermano, para compartir juntos esta vivencia de contemplar, de admirar, de permanecer ante esa presencia que como cristianos, completa nuestro vivir…  

domingo, 6 de abril de 2014

martes, 1 de abril de 2014

SESENTA SÁBANAS HACIA LA LIBERTAD

Se necesitó bastante paciencia hacer nudo tras nudo. También hizo falta paciencia para juntar habilidosamente tantas sábanas, sobre todo en ese lugar tan vigilado. Pero el hombre coleccionó sesenta sábanas e hizo ciento veinte nudos. Y deslizándose por esa cuerda de sábanas, bajó catorce pisos.
Una hora después de su hazaña, Ahmad Shelton, de veintiséis años de edad, llamó por teléfono al periódico «Los Ángeles Times» y dijo: «Gracias por las sábanas. Sirvieron para escaparme. Se las dejé a la policía.» Quién sabe cómo logró conseguirlas del periódico, pero ahora que había escapado, las devolvía.
Cuando lo arrestaron en la sección de investigación de robos y lo detuvieron en la Comisaría de policía de Los Ángeles, California, batió un récord mundial. Nunca nadie antes se había escapado de una cárcel anudando semejante cantidad de sábanas: ¡nada menos que sesenta! Así había descendido catorce pisos hasta poner los pies en el suelo.
Si bien precisó de sesenta sábanas para conseguir la libertad de aquella cárcel, ¿cuántas sábanas más habría necesitado Ahmad Shelton para lograr una libertad absoluta?
Para una libertad completa no habría necesitado sábanas, pero sí le habrían hecho falta por lo menos sesenta páginas de descargos escritos por un buen abogado. Habría necesitado sesenta días para pensar bien cómo responderles a los jueces cuando lo volvieran a arrestar, o sesenta mil dólares para contratar al mejor abogado posible, y sesenta años para pensar seriamente en los delitos de su vida.
Sin embargo, ni con todo eso habría encontrado aquel joven la verdadera libertad. Porque la libertad verdadera —libertad de vicios arraigados, libertad de remordimiento de conciencia y libertad de pecados—, sólo se encuentra en el perdón de Cristo.
 Ahmad podría pasar sesenta años haciendo penitencia, o seiscientos años vagando como alma en pena, o convertido en un fantasma que habita en castillos medievales. Podría derramar sesenta litros de lágrimas, o flagelarse sesenta veces con sesenta escorpiones, pero con todo eso no lograría la libertad del delito del alma, que es el pecado.
Estar libre de una cárcel de piedra y de cemento, de celdas y de rejas, de guardias y de jueces, no garantiza la libertad. Podemos estar fuera de una cárcel y sin embargo ser los reos más presos del mundo. La cárcel más cerrada que existe es la del pecado. Y de ésa sólo Cristo nos libra. Sesenta sábanas darán libertad de alguna celda, pero sólo Cristo puede dar libertad del pecado. Él quiere ser nuestro Libertador.
Hermano Pablo

TOMAR LA VIDA EN VERSO

Los versos estaban mal compuestos, pero de todos modos, eran versos. Es difícil lograr la rima y la cadencia de un Rubén Darío o de un Guillermo Valencia. Los versos decían así: «No debiste matar de noche / ni debiste matar de día. / Ahora debo sentenciarte / a prisión por toda tu vida. / Mataste a tu dulce esposa, / que tanto amor te tenía. / Ahora te han castigado: / ¡era lo que merecías!»
Los versos los compuso el juez Robert Fitzgerald para condenar a cadena perpetua a David Schoenecker, de cincuenta y un años de edad. Schoenecker había matado a su esposa. Es la primera sentencia en verso que se conozca.
Parece que el criminal había escrito también unos versos cuando mató a su esposa. Y aun después de oír la sentencia, escribió una cuarteta más: «Cuando yo escribí mis versos, / me encontraba muy enfermo. / Cuando el juez escribió los suyos, / no sufría de mal alguno.»
No tomar uno en serio sus ofensas, no sentirse avergonzado de sus agravios, no sentir remordimiento ante el daño que uno provoca, es añadirle mal al mal. Ponerle nombres bonitos a las cosas feas no las mejora en nada. Y escribir versos para constatar un asesinato no cambia en nada el horrendo acto. Incluso, los versos del juez, de amargo buen humor, no alivian tampoco la sentencia. Con todo y versos, el hombre habría de pasar el resto de su vida en la cárcel.
No hay que prodigar elogios al delito. No hay que cantarle loas a la muerte. No hay que pronunciar alabanzas al pecado. Algunos quieren hablarle con sarcasmo a la vida y proferir insultos al destino, pero no son más que pobres recursos del despecho que en nada aminoran el crimen.
Las palabras del rey David, confrontado por su pecado de tomar como mujer a Betsabé, esposa del soldado Urías, y de enviar a Urías al frente de batalla para que lo mataran, no eran palabras de un rey arrogante. Eran las de un pecador contrito y humillado. «Ten compasión de mí, oh Dios, conforme a tu gran amor.... Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva la firmeza de mi espíritu» (Salmo 51:1,10).
Y cuando Cristo quiso enseñarnos cómo debe un malhechor responder ante sus delitos, lo hizo poniendo una oración en labios de un desgraciado recaudador de impuestos. Las palabras son éstas: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lucas 18:13).
No miremos con impudencia nuestro pecado. No hay ni gracia ni perdón para el que no confiesa su mal. Reconozcamos nuestra rebeldía, admitamos nuestra indocilidad, confesemos nuestro pecado, y Dios en un instante nos perdonará y nos limpiará de toda maldad.
Hermano Pablo