martes, 7 de mayo de 2013


EL DRAMA DE MARÍA


María era una bella niña de dieciséis años de edad que vivía en una de las grandes ciudades de América Latina. Una tarde ella regresó de la escuela a su casa con una honda pena. Sus padres habían salido, pero eso le era un alivio, porque la preocupación que María traía era un embarazo. A esa temprana edad María estaba embarazada y no sabía qué hacer.
Angustiada hasta más no poder, tomó una resolución drástica. Con un alambre retorcido, ella misma se hizo un aborto. Pero sufrió una fuerte hemorragia y tuvo que internarse en el hospital.
¿Qué es esto? Es el drama de cientos de miles de muchachas que como María, en plena edad juvenil —en la edad de los estudios, de los amigos y de los primeros bailes— tienen un tropiezo. Y como la naturaleza no perdona, ese tropiezo se convierte en un embarazo no deseado. Ahí comienza el drama.
¿Cómo detener esa marea creciente de embarazos juveniles? ¿Cómo curar las profundas heridas que produce? ¿Cómo ser un orientador para las jóvenes que enfrentan, todos los días, la insistencia de muchachos que no saben lo que hacen, o las inclinaciones naturales que esas jóvenes no comprenden?
Se ofrecen muchas soluciones, pero ninguna de ellas es, de veras, una solución eficaz. Todas tratan el síntoma y no la causa.
La raíz de esta tragedia es una combinación del despertar de apetitos naturales, y una sociedad dada a la inmoralidad desenfrenada que los padres les pasan a los hijos. Esto explica la degradación de nuestra sociedad.
Si hacemos caso omiso de Dios, no podemos menos que sufrir las consecuencias, y éstas producen desprecio por todo lo moral y lo puro. Por un lado somos víctimas de inclinaciones pecaminosas heredadas de la caída de nuestros primeros padres, y por el otro tenemos la flojera moral de nuestra sociedad, que ofrece un ambiente propicio para vivir en el pecado. Con razón nos estamos hundiendo.
¿Cuál es la solución? Dios. Dios en el corazón. Dios en la vida. Dios en la familia. Dios en la sociedad. El día en que toda la raza humana obedezca los mandamientos morales de Dios, habrá paz en este mundo.
¿Cómo llegamos a conocer a Dios? Por medio de su Hijo Jesucristo. Sólo tenemos que abrirle nuestro corazón y darle entrada. «Mira que estoy a la puerta y llamo —dice el Señor—. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo» (Apocalipsis 3:20). Esa es la única solución.
Hermano Pablo

jueves, 2 de mayo de 2013

domingo, 28 de abril de 2013

«DEJA QUE TU PADRE TE DÉ UN BESO»

La balsa de goma corrió desbocada sobre los furiosos rápidos del río Colorado, en el Gran Cañón. Navegaban en la balsa tres hombres impetuosos. De repente la balsa dio contra una afilada punta de una roca, y estalló como un globo. Los tres hombres cayeron a las turbulentas aguas.
Harris Frank, de sesenta y cinco años de edad, hombre recio y duro, luchó por su vida. Tenía una clavícula fracturada y la mano izquierda casi seccionada. De los otros hombres, su hijo John de cuarenta años, y su nieto Tyler de dieciocho, no supo nada. En su agonía clamó a Dios diciendo: «Señor de los cielos, sálvame a mí y sálvalos a ellos.» Después de dos horas fue rescatado.
Cuando su hijo y su nieto fueron a verlo al hospital, Harris Frank, con lágrimas en los ojos, dijo: «Deja que tu padre te dé un beso.» Este era el primer beso que aquel padre le daba al hijo en cuarenta años de vida.
Harris Frank no era un hombre malo. Era un hombre duro, eso sí, de los que piensan que besar a un hijo es señal de debilidad, cosa de mujeres. Pero él no era malo. Sin embargo, esos momentos de peligro, cuando parece que se ha llegado al fin de la vida y se abre por delante el abismo negro de la muerte, sirven para ablandar la mente y el corazón. El hombre más duro se enternece, y los ojos sin lágrimas se humedecen.
Muchos padres piensan que para hacer que sus hijos sean hombres tienen que tratarlos con dureza e insensibilidad. No deben nunca mostrarles cariño ni darles un abrazo. Pero cuando acecha la muerte o golpea la desgracia, se dan cuenta de que la vida natural no es así. Ellos también, por duros que sean, sienten emociones que los mueven a llorar, a asustarse y a clamar a Dios. Cuenta Harris Frank, en su relato, que vio una especie de catedral blanca en los cielos, y eso lo hizo clamar a Dios.
¿Cómo debe relacionarse, entonces, el padre con su hijo? Si el hijo está en la cunita y todavía viste pañales, debe ir y darle un beso. Si el hijo tiene dieciocho años y está sufriendo sus primeros problemas emocionales, debe abrazarlo, darle un beso y confortarlo. Y aun si el hijo tiene cuarenta años de edad y está pasando por una crisis en su vida, debe darle un abrazo y un beso. ¿Acaso por eso deja de ser su hijo?
Los hijos, especialmente los hijos varones, necesitan ver en su padre esa transparencia emocional que les asegura que son amados de quien más necesitan amor. Amemos a nuestros hijos con el amor con que Dios ama a su Hijo Jesucristo, y lloremos con ellos.

Hermano Pablo

martes, 23 de abril de 2013

viernes, 12 de abril de 2013

«ME GUSTA CORRER RIESGOS»

Helena y su esposo Manuel comenzaron felices su luna de miel. Se fueron a la costa de su país, Portugal. Para Helena, todo era el cumplimiento de una ilusión, la feliz conclusión de todo lo que deseaba. En medio de tal felicidad, Helena y Manuel entraron al mar a bucear.
Helena vio pasar un buque, y nadó debajo del agua hasta casi rozar el casco. Manuel le indicó por señas que se apartara del buque, pero la frase de ella siempre había sido: «Me gusta correr riesgos.» Acto seguido, Helena se hundió bajo la quilla del barco y nunca la hallaron. Tenía veinticinco años de edad.
Su noviazgo con Manuel había sido a la carrera. Y su explicación simplemente era: «Me gusta correr riesgos.» Se casó a los dos meses de haber conocido a Manuel. Al defender su impetuosidad, sólo decía: «Me gusta correr riesgos.» Así llevaba Helena su vida. Todo para ella era riesgos. Tarde o temprano tenía que ocurrirle alguna tragedia.
Es inevitable correr riesgos en esta vida. Algunos hasta sirven para el desarrollo del carácter y de la fe. Nunca arriesgar nada es nunca lograr nada. Pero hay una gran diferencia entre un riesgo y otro. Hay riesgos sanos, así como los hay inútiles. La vida sabia y saludable no está compuesta de azares, de accidentes, de pálpitos y de riesgos. A la vida sabia la rigen la inteligencia, la cordura y la sensatez.
Al mundo mismo lo gobiernan leyes lógicas, sabias y prudentes. Dios, Creador supremo, lo hizo todo con inteligencia, y lo supeditó a ciertas leyes. Desde las partículas atómicas más diminutas hasta el gran cosmos universal que no tiene límite, todo está gobernado por leyes definidas.
De igual forma, Dios no diseñó la vida nuestra para que cada día corramos riesgos. Virtudes morales, como la justicia y la integridad, mezcladas con cualidades mentales, como el entendimiento y la razón, deben ser las que nos guíen a través de esta vida. Y si a la sabiduría y a la moralidad añadimos virtudes espirituales, eso garantiza nuestra supervivencia.
Tal vez la mayor de éstas sea la fe. Cuando ejercitamos la fe —fe en el Señor Jesucristo, fe que nos une a nuestro Creador y nos hace actuar de acuerdo con sus leyes divinas—, nos produce protección, satisfacción y sosiego. No vivamos como esclavos a los riesgos. Sometámonos más bien a la voluntad de Dios. Con Él no hay riesgos sino seguridad. Entreguémonos al señorío de Cristo. 

Hermano Pablo