lunes, 2 de enero de 2012

SEPARACIONES NECESARIAS

Desde antes que nacieran, ya eran la alegría de la familia. Hasta los cinco hijos en el hogar esperaban el arribo con entusiasmo. Pero cuando Clara y Altagracia nacieron, allí comenzó la gran preocupación. Eran dos preciosas y saludables niñas que venían a engrosar la familia Rodríguez, pero eran siamesas. Sus cuerpecitos estaban unidos por el abdomen y la cintura.

Cuando las niñas cumplieron trece meses de edad, las llevaron a la ciudad de Filadelfia, Pennsylvania, en los Estados Unidos. Allí un equipo de veintitrés cirujanos, dirigidos por el Dr. Everett Koop, trabajaron para separarlas. Cada una de ellas tenía sus propios órganos internos, aunque estaban entrelazados. Separarlos fue toda una hazaña de la cirugía. Al terminar la operación, el Dr. Koop anunció: «Las niñas crecerán sanas y normales. Hasta podrán tener hijos normales cuando sean grandes y se casen.»

¡Qué estupendas son las proezas de la medicina! El hábil bisturí sabe penetrar hasta lo más profundo de la carne humana, y dividir tejidos, vasos, órganos y nervios. Y después de hacer esas operaciones formidables en que se extirpan tumores, se cosen arterias, se injertan retinas y se trasplantan órganos, la persona operada queda sana y normal, viviendo y trabajando como si nada. Así fue el caso de las mellizas Rodríguez.

Si pudiéramos contemplar nuestro fuero interno con un aparato especial, capaz de penetrar alma y espíritu, veríamos que cada uno de nosotros lleva pegado, también, un hermano siamés. Me refiero a ese «otro yo», esa segunda naturaleza que cada uno lleva y que se comporta muy diferente de la otra. Tal parece que somos dos personas juntas, pero no al modo de las lindas criaturas Clara y Altagracia.

En nuestro caso, una es buena y otra mala. Una tiene elevados sentimientos morales, y la otra, instintos de bestia. Una es capaz de grandes virtudes; la otra vive ligada a vicios y pasiones. Una eleva; la otra destruye. Es probable que alguno de nosotros se haya preguntado: «¿Por qué soy yo así?»

¿Habrá quien pueda separar esos hermanos siameses que somos nosotros mismos? Sí, es Jesucristo, el gran Médico divino. Al aplicar su bendita gracia, Él puede quitar de nosotros la parte mala y dejar sólo la buena. Tenemos que desearlo y pedirlo, pero Él puede realizar esa operación espiritual. Jesucristo la llama «el nuevo nacimiento». Démosle la oportunidad. Él quiere ser nuestro Médico divino.

Hermano pablo

EL PODER DEL SERVICIO

Lectura: Juan 13:2-20.
"... Cristo Jesús se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo..." Filipenses 2:5,7
"El dinero es poder". Este principio mueve a la mayoría de las culturas del mundo. La gente se pelea por obtener riquezas; a menudo, poniendo en riesgo la integridad personal para poder vivir donde y como quieren y tener lo que desean.
En una cultura que adora el dinero, los creyentes en Jesucristo corren el peligro de hacer lo mismo. Algunos lo usan para controlar a sus familias, o tal vez amenazan con dejar de ofrendar a la iglesia si no se hace lo que ellos quieren.
¡Qué diferente a Jesús! Él tenía poder sobre las enfermedades y los usaba para sanar a los enfermos. Tenía dominio sobre el mar y lo empleaba para quitar el temor. Tenía capacidad para crear y alimentaba a miles. Tenía poder sobre el pecado y perdonaba a los pecadores. Ejercía el control sobre Su propia vida, pero la entregó voluntariamente para salvar a todo el que lo invoca (Romanos 10:13).
Jesús disponía de todo el poder, pero lo utilizaba para servir a los demás.
En el aposento alto, los discípulos lo llamaron "Señor"; sin embargo, allí sólo fue siervo (Juan 13:2-17). ¡Él les lavó los pies! Cuando Pedro protestó, Jesús respondió: "Si no te lavare, no tendrás parte conmigo" (v. 8).
En vez de usar el dinero o cualquier otra cosa para fines egoístas, utilízalo para servir a los demás. Esta es la manera correcta de ejercer el poder.
Mientras más sirvamos a Cristo, menos serviremos al yo.