miércoles, 24 de agosto de 2011

FE EN LA BIBLIA

Lectura: 2 Pedro 1:3-16.
"No […] siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad" 2 Pedro 1:16
Los libros para niños Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, simbolizan la verdad cristiana. En El príncipe Caspian, el autor narra la historia de un tirano que usurpó el trono de la tierra encantada de Narnia. Su sobrino menor, el príncipe Caspian, oye sobre el gran rey de Narnia quien había muerto y resucitado para destruir el poder del mal. Su tío descarta el relato porque lo considera un cuento de hadas. Sin embargo, más tarde, el muchacho descubre que la antigua historia es real.
Lewis intentó ilustrar la idea de que los escépticos suelen despreciar la antigua historia de Cristo y considerarla un mito. Pero, al igual que los eruditos bíblicos actuales, estaba convencido de que las pruebas históricas confirman la autenticidad del registro de la vida sobrenatural de Jesús. Sir Frederic Kenyon, ex director del Museo Británico, tenía la misma convicción sobre la confiabilidad de la Biblia. Al respecto, escribió: «Tanto la autenticidad como la integridad general de los libros del Nuevo Testamento pueden considerarse […] comprobadas».
Los apóstoles tenían la misma fe en el historial de Jesús: «… No os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad» (2 Pedro 1:16).
Podemos estar seguros de que el relato bíblico del Rey de reyes es un registro histórico verídico.
En un mundo cambiante, puedes confiar en la Palabra inalterable de Dios.

lunes, 22 de agosto de 2011

PROMESAS, PROMESAS

Lectura: Génesis 12:1-4; 21:1-7.
"Y Sara concibió y dio a Abraham un hijo en su vejez, en el tiempo que Dios le había dicho" Génesis 21:2
Cuando la gente dice suspirando: «Promesas, promesas», suele ser porque se ha desilusionado de alguien que no cumplió con su palabra. Cuanto más sucede esto, mayor es la tristeza y más profundo el suspiro.
¿Alguna vez te pareció que Dios no cumple Sus promesas? Con el tiempo, esta actitud puede instalarse de manera sutil.
Después que Dios le prometió a Abraham: «Haré de ti una nación grande» (Génesis 12:2), pasaron 25 años antes del nacimiento de su hijo Isaac (21:5). Durante ese período, Abraham cuestionó al Señor porque ese hijo no llegaba (15:2). Tal es así, que recurrió a ser padre a través de la sierva de su esposa (16:15).
De todos modos, en medio de esos altibajos, Dios continuaba recordándole que había prometido darle un hijo y, entre tanto, lo instaba a seguirlo fielmente y a creer en Él (17:1-2).
Cuando reclamamos alguna de las promesas que el Señor hace en la Biblia, ya sea de darnos paz mental, coraje o provisión para suplir nuestras necesidades, nos estamos colocando en Sus manos y ajustando a Sus plazos. Mientras esperamos, puede parecer que el Señor se ha olvidado de nosotros; sin embargo, la confianza se aferra a la realidad de que, cuando nos apoyamos en Sus promesas, Él permanece fiel. La seguridad está en nuestro corazón, y el tiempo, en Sus manos.
Todas las promesas de Dios están respaldadas por Su sabiduría, por Su amor y por Su poder.

domingo, 21 de agosto de 2011



«GAMINES», «GOLFOS», «PUNGAS» Y «VAGOS»

La caravana se organizó sola. Nadie la convocó. Nadie la dirigió. De todas las esquinas y plazoletas, de todos los cines y mercados, de todos los barrios de la ciudad, comenzaron a caminar. ¿Quiénes hacían esto? Niños. Decenas de niños. Niños pobres. Niños desamparados. Niños que caminaban solidarios con un rumbo fijo: «La Nueva Jerusalén», uno de los barrios de la gran ciudad.

Iban para asistir al funeral de un compañero muerto, un chico callejero de doce años de edad llamado Wellington Barboza. Lo habían asesinado los narcotraficantes. Uno más, añadido a la lista de víctimas. Era uno de los chicos abandonados, de ocho a doce años de edad, que viven en las calles de Río de Janeiro.

Todas las grandes ciudades tienen sus niños pobres. Son los huérfanos, los desheredados, los corridos de sus casas sin amor y sin cuidado. Irónicamente el niño Wellington Barboza había sido asesinado en un barrio llamado «La Nueva Jerusalén», el nombre que la Biblia da a la eterna ciudad celestial.

Estos niños brasileños, como sus congéneres de todo el mundo, se dedican necesariamente al delito: al robo y al narcotráfico. Y a veces, por la misma vida que llevan, cometen homicidios.

En Bogotá se les llama «gamines», en España, «golfos», en otras ciudades, «pungas» o «vagos», pero todos por igual son víctimas del desamor y la indiferencia. Y su destino es la droga, la agresión, la cárcel y la muerte.

¿Habrá algo que nosotros, los adultos de este tiempo, podemos hacer? Sí, lo hay. En primer lugar, debemos reconocer la honda herida que motiva este comportamiento. Ellos son quienes son, y hacen lo que hacen, porque son víctimas de una sociedad que los ha herido, desamparado y abandonado.

Luego debemos levantar nuestra voz para hacer que tomen conciencia todos —padres, maestros, clérigos, autoridades— de que no hay modo de justificar el abandono de nuestros niños. La realidad es que son nuestros, y su comportamiento refleja el mal que aflige a nuestra sociedad.

Algo más. Padres, cuidemos con amor y atención a los hijos que todavía tenemos en casa. La Biblia dice: «Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina e instrucción del Señor» (Efesios 6:4).

Pidamos de Dios la sabiduría espiritual para librar a nuestros hijos de la ruina moral. Si Cristo es nuestro Señor, hará de nuestro hogar un nido de paz. Invitémosle a que sea el huésped invisible de nuestro hogar. Así aseguraremos a nuestros hijos.

Hermano Pablo