viernes, 10 de julio de 2009

CIEN HORAS DE OSCURIDAD

El niño, Josué Dennis, tenía apenas diez años de edad cuando ocurrió lo inesperado. Se perdió en un dédalo de galerías interminables de una mina abandonada. Pero no fue cuestión de unos momentos. Fueron cien horas. Cuatro días. Cuatro días de oscuridad casi total. Cuatro días sin comer ni beber. Cuatro días sin ver a nadie. Cuatro días oyendo sólo el apagado rumor de una corriente de agua en las entrañas de la tierra.

Josué iba con un grupo de compañeros que andaban de excursión, y parte del paseo incluía explorar una mina abandonada. Quién sabe cómo, el niño se separó de su grupo y, en medio de la oscuridad, no pudo encontrar la salida. Pero lo halló una patrulla de rescate. Estaba extenuado, pero vivo.

«Recordé las palabras de mi madre —dijo Josué—. Ella decía: “Cuando te veas en alguna dificultad, ora.” Y yo estuve orando a Dios todo el tiempo, pidiéndole que me vinieran a rescatar.»

¿Tiene algún valor la oración? ¿Hay algún beneficio, o más aún, alguna validez en levantar nuestra voz al cielo pidiendo de Dios su ayuda? Algunos han dicho que la oración no es más que una actitud de último recurso que no vale ni el aliento que empleamos en expresarla. Y lo cierto es que si nuestras oraciones, o nuestros rezos, no son más que clamores de angustia de último momento, a fuerza de alguna emergencia, quizás entonces no tengan valor.

En cambio, si hemos establecido una relación personal con Dios, si Cristo es nuestro amigo porque lo hemos recibido como el Señor de nuestra vida, y si sabemos con absoluta seguridad que Él nos oye, nuestra oración recibirá una respuesta divina.

Cualquiera puede pasar por períodos de tristeza y desaliento, de pobreza y abandono, de enfermedad y dolor, porque estas son contingencias comunes de la vida humana. Pero el que tenga fe en Dios, si ora con la confianza de un niño porque cree en Él, podrá soportar toda situación sin caer en la desesperación y sin renegar de Dios. La fe en Cristo será siempre una llama encendida que nada puede apagar y que siempre disipa cualquier clase de sombras.

Si hacemos de Jesucristo el Señor y Salvador de nuestra vida, una luz se encenderá en nuestra alma: la luz de la esperanza, la luz de la fe. Y con esa luz, o encontraremos la paz que Dios da en medio del dolor, o encontraremos la salida de cualquier caverna adversa en la que estemos. No nos alejemos de Dios. No perdamos la fe. Mantengamos viva la comunión con Cristo. Él quiere ser nuestro amigo.

Hermano pablo

CIMIENTOS

La torre más alta del mundo está en Toronto, Canadá. El primer observatorio se encuentra a 340 metros de altura y el segundo a 545 metros. Las fotografías y los centros de información dentro de la misma torre ayudan a los visitantes a comprender la magnitud del proyecto. Se removieron sesenta y dos toneladas de tierra a una profundidad de quince metros para poder echar los cimientos de este rascacielos.
Desde 1972 hasta 1974, trabajaron en la torre tres mil obreros. Protegidos con sogas de seguridad, algunos operarios colgaban del exterior de la gigantesca construcción para poner los toques finales. Es digno de destacar que ni un solo trabajador sufrió accidentes o murió en la realización de esta construcción.
Actualmente, un veloz ascensor transporta a los visitantes hasta arriba desde donde pueden disfrutar de una asombrosa vista panorámica de la ciudad y los alrededores. Muchos comentan: “Valió la pena el costo, el tiempo y el esfuerzo empleados en la construcción de la Torre CN”.Nosotros también necesitamos un sólido fundamento para encarar a diario la vida. Al orar y dedicar tiempo para estar con nuestro Padre celestial, fortalecemos nuestros “cimientos espirituales”, nuestra base de sustentación en la vida. Vemos mucho mejor si nos elevamos al punto de vista de Dios, y no nos sentimos abrumados por las cosas que se presentan en nuestro camino. Cuando sentimos que estamos en el aire, apenas agarrados de la cornisa, podemos alentarnos al saber que Él nos sostiene. Su cimiento es fuerte y seguro, y jamás va a agrietarse o derrumbarse.
Mateo 7:25Descendió lluvia, y vinieron ríos, y, soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca.

UNA EXCEPCION

Lectura: Isaías 53:4-12.
“¿Quién de vosotros Me redarguye de pecado? Pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros no Me creéis? El que es de Dios, las palabras de Dios oye” Juan 8:46-47
¿Existe alguna persona perfecta viva hoy? No según el psiquiatra de la Universidad de Harvard, Jerome Groopman. En su fascinante libro How Doctors Think (Cómo piensan los doctores), él expresa su acuerdo con las profundas verdades que se encuentran en la Biblia. Escribe: «Todo tiene defectos, en algún momento, ya sea de obra o pensamiento, desde Abraham, pasando por Moisés, hasta los apóstoles».
Pero, ¿qué acerca de Jesucristo? Él desafió a Sus oyentes en cuanto a Sí mismo: «¿Quién de vosotros Me redarguye de pecado?» (Juan 8:46). El veredicto de los discípulos, después de haber tenido oportunidad de escudriñar Su vida al menos durante tres años, es que Él era sin pecado (1 Pedro 2:22; 1 Juan 3:50.
¿Acaso Jesús fue un milagro moral, la única Persona sin pecado en toda la procesión de humanos pecaminosos? Sí, Él fue la excepción intachable a esta observación del apóstol Pablo: «Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). ¡Y esa palabra, todos, nos incluye tanto a ti como a mí!
Debido a que toda la humanidad ha pecado, podemos regocijarnos de que Jesús -Él y sólo Él- estaba calificado para ser el Sacrificio sin mancha que necesitábamos.
Demos gracias por Jesucristo, quien llevó nuestros pecados sin tener pecado alguno -¡la única excepción!
Sólo Jesús, el sacrificio perfecto, puede declarar perfectas a personas culpables.

jueves, 9 de julio de 2009

¿DÓNDE ESTABAS TÚ CUANDO YO TE NECESITABA?

Solemne, transcurría el funeral. Yacía en la caja un eminente clérigo que había dedicado toda su vida a servir a la humanidad. Largas filas de personas que habían recibido de él algún consejo sabio, alguna ayuda espiritual, incluso algún beneficio material, testificaban cuándo, cómo y en qué circunstancias el reverendo les había ayudado.

En eso se acercó al ataúd un joven de unos treinta años de edad. Estaba mal vestido, sucio, con barba de una semana y con todas las trazas de alcohólico. Miró detenidamente al cadáver en la caja y, con emociones encontradas como de tristeza mezclada con resentimiento y odio, dijo: «Papá, ahora me doy cuenta dónde estabas tú cuando yo más te necesitaba.»

Esta historia verídica, con profundo sentido humano, de un pastor eminente que dedicó toda su vida a proveer ayuda espiritual y consejo profesional a miles de personas, pero que no tuvo tiempo de prestarle atención a su propia familia, nos deja una tremenda lección.

El proverbista Salomón, entre sus sabias máximas, escribió la siguiente: «Me obligaron a cuidar las viñas; ¡y mi propia viña descuidé!» (Cantares 1:6). Qué fuerte reprensión es ésta a los padres que cuidan de todo y de todos, pero se olvidan de ser amigos, consejeros y verdaderos padres de sus propios hijos.

El pastor de la historia aconsejó a miles, hasta tener en su archivo más de tres mil tarjetas con nombres de personas a quienes había ayudado psicológica y espiritualmente. Pero entre esas tarjetas no aparecía la de su hijo.

¿Quiénes deben tener prioridad en el corazón, en los sentimientos y en el calendario de un esposo y padre? Su esposa y sus hijos. Nadie tiene más derecho que ellos a la atención, al amor, al cuidado y a la protección de ese padre.

A cada uno de los que somos padres nos conviene examinarnos en este sentido. ¿Les hemos dado a nuestros hijos la atención, el tiempo y el interés que ellos tanto necesitan de nosotros? Nuestra responsabilidad primaria es, sin excepción, la familia: esposa e hijos. Nadie ni nada en este mundo debe ser más importante que nuestra familia.

Jesucristo, que es el Señor de la vida, puede hacer de un hombre, desde el más sencillo hasta el más ilustre, un gran padre. Él quiere ayudar a cada uno. Basta con que nos postremos ante Él y le digamos con toda sinceridad: «Señor, me entrego a ti. ¡Ayúdame!»

hermano Pablo

HOY..NO REHUSARE EL CAMINO DEL SUFRIMIENTO

“Vayamos, pues, con Jesús fuera del campamento, y suframos la misma deshonra que él sufrió” Hebreo 13:13
Hoy debo evitar la popular forma de cristianismo que es muy prominente en estos dias La vida triunfalista donde parece que Jesús es simplemente un instigador de pensamientos positivos e ideas que me traen el éxito personal y material. Esa clase de triunfalismo me enseña que yo debo poner todo mi énfasis en lo positivo y rechazar totalmente todo lo negativo. El problema es que esa clase de victoria es meramente la victoria de un hombre natural. Antes de yo hablar de victoria debo hablar de muerte. El primer lugar donde el hombre debe ir no es al trono sino a la cruz. Si yo quiero encontrarme con la totalidad de Jesús, tengo que encontrarme con él fuera del campamento y si yo quiero conocer su victoria. debo estar dispuesto a sufrir la deshonra como él la sufrió. “Vayamos , pues, con Jesús fuera del campamento, y suframos la misma deshonra que él sufrió”. Una vez que voy a la cruz y obtengo la experiencia de la crucifixión del hombre natural entonces estoy en la posición de levantar con Cristo a una novedad de vida y permitir que su vida venga lo positivo que mi ego natural jamás llegaría a ser. Jesús no murió en la cruz para hacerme un negociante exitoso o una personalidad relumbrante por el brillo del éxito, pero una persona normal dentro de las masas para reflejar su poder, su gloria y su personalidad. Yo no perderé mi identidad, al contrario la reafirma, porque la vida de Cristo quiere fluir hoy a través de mi personalidad viniendo a ser así un milagro único del reino de Dios. Yo soy hoy autenticado por Cristo. Jesús ya no solo es mi Salvador, más mi establecedor y definidor de mi verdadero yo porque en él vivimos y nos movemos. Ya no es mi pensamiento positivo el que me establece es la vida de Jesús traducida en un diario que hacer lo que me hace ser un milagro y hoy quiero ser ese milagro.
“Señor, Gracias por tu presencia. No me has llamado a ser un triunfalista, sino un victorioso. Se que la verdadera victoria es la que se consigue luego de la batalla diaria. Ya conquistaste para mi la batalla , pero hoy debo permanecer firme en lo que ya me has dado. Si hoy tengo que salir del campamento contigo y sufrir la misma deshonra lo haré porque se que tu mano me sostiene. Hoy quiero que tu vida pueda fluir a través de mi para mostrar que realmente no vivo yo más vives tu en mi. De que sirve querer vivir mi propia vida si al final solo queda la frustración?. No, hoy quiero vivir para ti y que tú vivas en mí. Amen.

SIGUE CORRIENDO

Tal vez hayas escuchado la historia de John Stephen Akhwari, el corredor de maratones de Tanzania que quedó en último lugar en las Olimpíadas de 1986 en México. Ningún corredor que ha terminado en último lugar ha quedado tan atrás.
Se lesionó mientras viajaba y entró al estadio cojeando con la pierna ensangrentada y vendada. Había pasado más de una hora desde que el resto de los corredores terminó la carrera. Sólo quedaban unos cuantos espectadores en las gradas cuando Akhwari terminó de cruzar la meta.Cuando le preguntaron por qué siguió corriendo a pesar del dolor, Akhwari contestó: «Mi país no me envió a México a iniciar la carrera. Me envió terminarla.» La actitud de este atleta debe ser la nuestra a medida que envejecemos. Tenemos «una carrera por delante» (Hebreos 12:1), y hemos de seguir corriendo hasta que lleguemos a la meta final.Nadie es demasiado viejo para servir a Dios. Debemos seguir creciendo, madurando y sirviendo hasta el final de nuestros días. Desperdiciar nuestros últimos años es robar a la Iglesia los dones selectos que Dios nos ha dado para compartir. Hay un servicio que prestar. Todavía hay mucho que hacer.Así que sigamos corriendo «con paciencia». Terminemos la carrera. . . con firmeza. –David Roper
Hebreos 12:1.. . . corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante.

UNA IGLESIA A LA QUE LE IMPORTA

Lectura: Filipenses 2:1-11.
“No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” Filipenses 2:4
Mientras viajábamos juntos, mi esposa y yo comenzamos a hablar con una encantadora joven que conocimos. El tiempo pasó rápidamente mientras charlábamos acerca de temas alegres. Pero, cuando ella supo que yo era un pastor, la conversación tomó un giro que desgarraba el corazón. Ella comenzó a compartir con nosotros que, cuando su esposo la dejó hacía tan sólo unos meses, ella había luchado con el dolor de dicho abandono.
Luego sonrió y dijo: «No se imaginan lo mucho que mi iglesia ha significado para mí estos últimos meses». Su estado de humor y su semblante cambiaron dramáticamente mientras relataba las maneras en que su familia de la iglesia la había envuelto en sus amorosos brazos en su momento de dolor. Fue reconfortante escuchar cómo esa asamblea local de creyentes la había rodeado del amor de Cristo.
Parece que demasiado a menudo limitamos la importancia de la iglesia a lo que sucede los domingos, pero la iglesia ha de ser mucho más que eso. Ha de ser un refugio seguro, una estación de rescate y un centro de capacitación para el servicio espiritual. La iglesia ha de ser muchas cosas, pero particularmente ha de ser una expresión del corazón preocupado del Señor de la Iglesia para las personas que sufren y están quebrantadas, tal y como nuestra joven amiga. Somos llamados a «amarnos unos a otros» (1 Juan 4:7).
La esperanza puede encenderse con una chispa de aliento.