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Enviado por: Erica. E
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No pudiera yo tener,
Más gozo en este momento
Que compartir vuestras risas
Pensando en esos pequeños.
Que pintaban las paredes,
Que se tiraban al suelo,
Que pisaban lo mojado
Y que ensuciaban lo seco.
Y que con fuerza arrancaban
Los brazos de los muñecos,
Que sus hermanas cuidaban
Y los guardaban con celo.
Que a la hora de comer
Eran grandes tus esfuerzos,
Para que abrieran la boca
Y a veces... sucumbías en el empeño.
Y esta pluma gastaría
Describiendo los recuerdos,
Que las madres de esta iglesia
Guardan en este momento.
Pero quiero en esta hora,
En este lugar y tiempo,
Felicitar a las madres
Por su abnegación y celo.
Desde que el dia amanece
Hasta que va oscureciendo,
Bendiciendo a Dios cantando,
Mientras que pasa el plumero.
Y pensando en esos hijos
Que en la escuela están leyendo,
Que en el patio están jugando
O con amigos saliendo...
Sus cosas deja de hacer,
Deja de un lado el plumero,
La música que escucha para,
Todo se queda en silencio.
Y unas manos con firmeza
Se levantan hacia el cielo,
Y unas rodillas con fuerza
Se dirigen hacia el suelo.
Y al Padre le da las gracias
Por ese regalo inmenso,
Y al tiempo pide llorando:
¡¡¡Guárdalos Señor Eterno!!!
Cuida Señor a las madres,
Dales tu paz, te lo ruego,
Que tu Gloria las envuelva
Y mis ojos puedan verlo.
Se dice de una ciudad en los confines de la antigua Roma, que cuando era atacada por el enemigo pedía que Roma viniera en su auxilio.
Esto ocurría con frecuencia, y Roma siempre respondía con el siguiente mensaje: «¿Por qué no se unen al Imperio Romano? Con la bandera de Roma sobre su ciudad ningún enemigo se atreverá a atacarlos.» Pero la pequeña comarca era muy orgullosa y su respuesta siempre era: «Queremos ser autónomos. No deseamos perder nuestra identidad.»
En una de las tantas veces que la ciudad solicitó ayuda, Roma se negó y la ciudad sufrió una derrota aplastante. No fue sino hasta después de la derrota que los dirigentes de la ciudad se sometieron al mando del Imperio Romano. Nunca más volvió el enemigo a hacer estragos con ella.
Un joven estaba enamorado de sí mismo. Sus padres eran muy pudientes y el muchacho tenía de todo. La única restricción era que mientras viviera bajo el techo paterno, debía ceñirse al reglamento del hogar. Eso incluía levantarse a buena hora, ayudar en el negocio del padre, juntarse sólo con amigos que el padre aprobara, y mantener el buen nombre de la familia.
Un día el muchacho dispuso abandonar el hogar. Recogió algunas prendas de ropa y todo el dinero que pudo, y a medianoche desapareció.
Mientras tuvo dinero, tuvo amigos. Pero como siempre ocurre, pronto lo perdió todo. Con la pérdida del dinero, perdió los amigos, y ese joven que antes tenía todo lo que deseaba, ahora se encontraba en la más absoluta miseria.
Lavando platos en un pequeño restaurante, se acordó de que en la casa de su padre los mozos tenían más que él, y por un momento pensó en regresar al hogar. Pero él sabía que perdería su independencia. ¿Qué hacer? ¿Ceñirse con restricciones, o morir de hambre con su independencia?
La lección está clara. Por orgullo, la ciudad en las afueras de Roma fue derrotada. Así mismo, por orgullo, el joven rico se moría de hambre. ¿Qué ley rige aquí? La ley de la dependencia. Dependemos, querrámoslo o no, del favor del Creador. Cuando intentamos hacer caso omiso de Dios, perdemos la libertad.
Dios no es un déspota; Él es un padre que quiere lo mejor para sus hijos. Regresemos al hogar. No rechacemos la ayuda divina. La invitación de Cristo es esta: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28). Regresemos a Dios.
Hermano Pablo.