lunes, 24 de noviembre de 2008

EL TESTIMONIO DE LINCOLN

Lectura: Lucas 24:13-27
¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en Su gloria? —Lucas 24:26
Abraham Lincoln era un provinciano de humilde origen que fue creciendo hasta llegar a las cumbres del poder político. Durante los oscuros días de la Guerra Civil de los EE.UU., sirvió como un presidente compasivo y resuelto. La depresión y el sufrimiento mental fueron sus compañeros frecuentes. Sin embargo, el terrible sufrimiento emocional que soportó le llevó a recibir a Jesucristo por fe.
Lincoln le contó a una multitud en su pueblo natal en Illinois: «Cuando salí de Springfield, le pedí a las personas que oraran por mí; no era un cristiano. Cuando enterré a mi hijo, la prueba más dura de mi vida, no era un cristiano. Pero cuando vi las tumbas de miles de nuestros soldados, fue allí y entonces cuando me consagré a Cristo. Sí que amo a Jesús». Las tragedias más dolorosas de la vida pueden llevarnos a una comprensión más profunda del Salvador.
Mientras dos hombres caminaban por el camino de Emaús, quedaron atónitos con el asesinato sin sentido de Jesús de Nazaret. Luego, un extraño se les unió y les dio una profunda comprensión bíblica acerca del Mesías sufriente (Lc. 24:26-27). El extraño era Jesús mismo, y la ministración que les impartió les trajo consuelo.
El dolor puede señalarnos de una manera especial al Señor Jesús, quien ha participado de nuestros sufrimientos y puede traer significado al dolor aparentemente sin sentido.
El sufrimiento puede enseñarnos lo que no podemos aprender de ninguna otra manera.

UNA INVASION DE MOSCAS

Era una plaga de moscas. Moscas grandes, verdes, zumbonas, molestas. Moscas que por millones se posaban sobre los alimentos en la mesa, sobre los vasos de agua, sobre los cabellos de las mujeres y en la cara de los niños. Eran moscas feas, antipáticas, peligrosas, detestables.

Aquella plaga que atormentó a cien mil habitantes de la ciudad de Paita, Perú, comenzó en los montones de desperdicios de pescado que los pescadores abandonaban negligentemente en la playa. De toda esa podredumbre salieron las moscas.

Esa plaga de moscas que cayó sobre Paita se parece a la plaga bíblica que, al golpe de la vara de Moisés, cayó sobre el Egipto de Faraón. Así dice la Biblia: «Y vino toda clase de moscas molestísimas sobre la casa de Faraón, sobre las casas de sus siervos, y sobre todo el país de Egipto; y la tierra fue corrompida a causa de ellas» (Éxodo 8:24).

Si hay un insecto en el mundo que es detestable, antipático y peligroso, es la mosca. Rara es la región del mundo donde esta eterna compañera del hombre no se vea. Todo lo que toca, todo lo que prueba, todo lo que ensucia, lo contamina.

La mosca es símbolo del pecado pequeño, que por multiplicarse geométricamente, termina contaminando, enfermando y matando. Así dice también la divina sabiduría: «Las moscas muertas apestan y echan a perder el perfume. Pesa más una pequeña necedad que la sabiduría y la honra juntas» (Eclesiastés 10:1).

Si las moscas estropean todo lo que tocan —el agua, la leche, el pan, la sopa, la comida, todo—, entonces las pequeñas infracciones, los pequeños pecados, esos que a veces sólo llamamos debilidades, van estropeando, contaminando y corrompiendo el alma.

Si bien las moscas transmiten enfermedades mortales, las «pequeñas necedades», como acertadamente las llama la Biblia, transmiten la enfermedad más mortal de todas, porque es la enfermedad espiritual la que produce muerte eterna.

¡Cuán necesario es desinfectar el alma, la mente y el corazón con la lectura del libro de Dios —la Santa Biblia— y con la comunión permanente con su Hijo Jesucristo, el Salvador del mundo, mediante la oración!

Hermano Pablo.

domingo, 23 de noviembre de 2008

UNETE AL CORO

Lectura: Salmos 89:1-8
Las misericordias de Jehová cantaré perpetuamente; de generación en generación haré notoria Tu fidelidad con mi boca. —Salmos 89:1
Nunca olvidaré la primera vez que vi al Coro del Tabernáculo de Brooklyn en concierto. Casi 200 personas que habían sido redimidas de las entrañas de Brooklyn —incluyendo a ex adictos al crack y prostitutas— cantaban con todo su corazón a Dios. Sus rostros brillaban con lágrimas corriendo por sus mejillas mientras cantaban acerca de la obra de redención y perdón de Dios en sus vidas.
Mientras les observaba, me sentí algo insuficiente. Como recibí al Señor y fui salvo a la edad de 6 años, no sentía la misma profundidad de gratitud que ellos mostraban mientras cantaban acerca del dramático rescate que Dios había provisto para ellos. Yo fui salvado de cosas como morder a mi hermana —lo cual no es exactamente un testimonio dramático
Luego el Espíritu me hizo recordar que si Él no me hubiese rescatado cuando era un niño, ¿quién sabe cómo habría estado mi vida hoy? ¿En qué caminos destructivos habría caído si Él no me hubiese estado enseñando cualidades tales como la servidumbre y el dominio propio?
Vi claramente que yo también soy un gran deudor de Su gracia. No es sólo que seamos salvos del pasado, sino que somos salvos «de lo que podría haber sido» lo cual hace que nuestros corazones sean dignos de un lugar en el coro de los redimidos. Cualquiera que recibe a Jesús como Salvador es bienvenido a unirse en el coro de la alabanza: «Las misericordias de Jehová cantaré perpetuamente» (Sal. 89:1).
La alabanza fluye libremente del coro de los redimidos.

DANIA


Esta mañana nuestra hermana Dania estuvo compartiendo los anuncios.

JONATAN Y JORGE


Estos son dos miembros del coro, el que toca la guitarra eléctrica y también hijo de los pastores se llama Jonatan, y el otro que toca la batería se llama Jorge.

PASTOR JOSE Y FAMILIA

Esta tarde se a orado por el pastor Jose y por su familia, ellos eran miembros de la iglesia La Paz pero siempre han querido abrir una iglesia, ahora Dios les ha dada la oportunidad de tener un local para abrir una iglesia y la iglesia la Paz le da su cobertura y su bendición.

UNA MISMA SANGRE

Habían nacido juntos, y juntos se habían criado. Habían compartido los mismos alimentos, la misma ropa, la misma cama, los mismos juguetes. Marco y Roberto Solisa, de São Pablo, Brasil, eran hermanos siameses. Habían nacido unidos por la cadera, y nunca habían sido separados.

Sin embargo, había algo que no tenían en común: el carácter. Roberto era pacífico y comprensivo; Marco era violento e impulsivo. Un día, cuando ya tenían veinticuatro años de edad, Marco, en un rapto de ira, mató a su hermano de un tiro; pero la muerte del uno fue la muerte del otro. Los dos compartían la misma sangre.

Desde los días de Caín y Abel, los primeros hermanos que registra la historia sagrada, hay historias de hermanos que matan a hermanos. Esta historia bíblica se ha repetido millones de veces a lo largo de los siglos y alrededor del mundo. Hermanos matan a hermanos, a veces hermanos de sangre, a veces hermanos de raza, a veces hermanos de nacionalidad, hermanos de cultura.

El mundo presenció en Ruanda la muerte de un millón de personas a manos de sus propios hermanos. Igual ha ocurrido en Irlanda del Norte, en Somalia, en Serbia, en Bosnia, en Herzegovina y en muchas otras partes del mundo. Hermanos, en arrebatos de ira, matan a hermanos. Y ¿cuál es el resultado? El mismo de los hermanos Solisa: la muerte de unos trae consigo la muerte de los otros.

¿Habrá solución para tanto odio fratricida? Yo tengo una fotografía que mantiene vivo en mí el recuerdo de dos individuos que conocí en El Salvador. Uno había sido un comunista fanático; el otro había tenido que ver con el llamado «escuadrón de la muerte». Sus posiciones ideológicas los habían hecho enemigos a muerte, pero ahí quedaron en la foto, uno a cada lado mío. ¿Y qué representaban? Juntos dirigían el grupo de oración de su iglesia. ¡Increíble pero cierto!

¿Por qué traigo esto a cuentas? Porque este fue el resultado de una obra espiritual en el corazón de cada uno de ellos. Cuando Cristo entró a su vida, algo ocurrió. El odio se transformó en amor, y los dos, que en un tiempo fueron enemigos a muerte, llegaron a ser un modelo de amor fraternal.

Cristo es la solución. Él nos amó tanto que, para llamarnos hermanos, se hizo hombre igual a nosotros. Al morir en la cruz, pagó la deuda de nuestra culpa. Si creemos en Cristo y lo recibimos como Señor y Salvador, nos libramos del odio fratricida y comenzamos una vida nueva. Él dijo: «Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros» (Juan 13:34).


Hermano Pablo.